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Hiccup permaneció en la cama la mayor parte de la mañana sin poderse mover y preocupando a las siervas que habían entrado en la habitación para hacer las tareas diarias. Una de ellas hasta se acercó a él para preguntar si se encontraba bien. Entonces, con una ligera y falsa sonrisa le respondió que estaba más que bien.

No obstante ninguna de ellas estaba segura de si decía la verdad o no, pero como habían aprendido, se alejaron y continuaron con su trabajo. Mientras ellas hacían sus cosas, él hizo acopio de fuerzas para levantarse y seguir con su rutina. Pero al hacerlo solo consiguió horrorizar a las siervas.

— Oh por dios, su alteza — exclamó una de ellas al ver lo encorvado que estaba por el dolor — no se ve nada bien.

— Se me pasará — aseguró el príncipe sin darle importancia.

— No finja, su alteza — murmuró entristecida una— Sabemos lo que su padre le hace.

Hiccup agacho la cabeza, sopesando lo que aquello suponía. Si bien lo sabían, no podía imaginarse lo que habrían tenido que escuchar sin poder siquiera decir nada al respecto. Pero las siervas eran las únicas que conocían los secretos oscuros de la realeza y no podían alzar la voz, porque eran silenciadas antes de ser escuchadas.

El castaño les dedicó una sonrisa triste, porque él no quería ser como su padre, porque valoraba el trabajo que hacían y cómo se preocupaban por él. No había tenido madre, pero ellas habían estado allí desde que aprendió a hablar, para él eran una pequeña parte de su vida.

— Enséñanos las heridas — pidió la sierva más experimentada.

Sin pudor alguno se quitó la camisa y se deshizo de la manchada venda rápidamente. Los ojos de las siervas se abrieron de par en par al ver el estado de su espalda. Todas trabajaron rápido, sentaron al príncipe en la cama y con sus manos expertas limpiaron bien las heridas, soltando un lo siento siempre que él se estremecía por el escozor y tratándolo como si fuese un niño herido que acababa de caerse al suelo y hacerse un raspón en las rodillas.

Aquello lo conmovía, nunca nadie le había tratado de aquella manera cuando era un niño. Siempre habían sido fríos con él y le habían tratado como un estorbo, no fue hasta que perdió una pierna que empezaron a tratarlo como todo un hombre. Ni siquiera les importaba lo desolado que estaba al saber que su vida iba a ser distinta desde entonces, solo porque había salvado a un niño de ser aplastado por un árbol.

— Ahora no se debería de notar — le sacó de sus pensamientos la sirvienta.

— Muchas gracias — agradeció con sinceridad.

— Siempre que lo necesite puede recurrir a nosotras — aseguró una de ellas.

Hiccup asintió y con un nudo en la garganta, les dejo trabajar. Se paseó por el castillo con su espada en mano y un arco y flechas colgadas en la espalda al acecho de encontrar el campo de entrenamiento donde esperaba tener un fructífero entrenamiento. Mientras daba vueltas a las escaleras, observaba por las pequeñas ventanas a lo lejos, pensando en cierta rubia. Se preguntaba qué estaría haciendo, si estaba teniendo un día bonito, pero aquello no lo iba a saber nunca, por lo que dejó de pensar en ella.

Una vez que había llegado, suspiró aliviado y tiró las armas al suelo. No solía gustarle las armas ni nada de lo que tendría que ver con ellas, prefería hablar las cosas antes de blandir una espada. Pero aquí todo se solucionaba con las armas y su padre siempre le había inculcado que debía aprender para vencer en las guerras.

Con el arco en mano se dedicó a flechar a los árboles de los alrededores y lo hizo con bastante precisión de lo que acostumbraba. Pero al lanzar unos cuantos más sintió que perdía la postura y no acertaba ningúna. Soltó un gruñido de frustración y dejó a un lado el arco y el saco de flechas.

My LadyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora