Ferran

70 9 0
                                    

—Qué bien que hayas venido —susurré junto al oído de mi chico.

—No estoy solo —dijo el, y señaló hacia un lado, donde a unos cuantos metros de distancia esperaba su madre, hablando con Alberto.

Me caía bien la madre de Ferran. Era simpática. A veces se me quedaba mirando muy fijamente, como si quisiera ver cosas invisibles.

—Dice que nos invita a merendar —dijo Ferran, otra vez señalando a su madre.

—Ah, ¿y eso por qué? Quiero decir, no quiero causar molestias —balbuceé.

—No es ninguna molestia.

Alberto se estaba despidiendo. La madre de Ferran hizo un gesto, sin dejar de hablar, que significaba «vamos» y Ferran dijo:

—Ven.

No me atrevía a agarrarle la mano. Tampoco se me ocurría nada que decirle. Las palabras nunca han sido lo mío. Prefiero mil veces escribir que hablar. Escribir te permite hablar de cosas de las que poca gente habla.

—Os dejo, chicos —se despidió Alberto, muy sonriente, mirándonos a Ferran y a mí—. Disfrutad de la merienda, que os la habéis ganado. Y a ti, Ferran, te espero a las siete en la calle del Profeta.

Asentí. Alberto se había empeñado en acompañarme a mi piso para comprobar que no había problemas. Aunque Ben había muerto sin hacer testamento —la gente de veintitrés años no tiene esa costumbre—, el piso era legalmente mío. Mi primo lo había puesto a nombre de los dos, y ahora que él había muerto, yo era el único propietario.

Mientras veíamos a Alberto alejarse calle abajo, Ferran me agarró la mano y echó a andar. Me dio un poco de vergüenza por si su madre miraba, pero apreté fuerte su mano en la mía. Todo era perfecto: el color dorado del sol, la brisa agradable en las mejillas, la ciudad con el azul del mar en el horizonte.

Por un momento, pensé que todo iba a ser fácil.

Caminamos un buen rato en silencio. La madre de Ferran, unos pasos por delante; nosotros mirándonos de reojo, sin atrevernos a decir nada. Al final de la cuesta había un coche aparcado. Ferran subió junto a su madre, en el asiento delantero. Yo me acomodé atrás, al lado de mi mochila. Todo aquello era muy extraño, como estar viviendo la vida de otra persona.

Nos metimos en la circulación de las Rondas, y salimos de ellas para recorrer la calle Balmes y llegar a toda velocidad hasta la Plaza de Cataluña. Yo lo miraba todo como un marciano recién aterrizado. Solo una vez había estado en el centro de la ciudad, con mi tía Carmen, unas Navidades. Ella quería ver las luces que adornaban las calles y yo solo quería patinar en la pista de hielo que había en el centro de la plaza. La entrada costaba cinco euros. Me dijo que era muy caro y que además patinando me podía partir una pierna, así que me compró una bolsa de comida para palomas y me dejó alimentar a las de la plaza. Eran muchas. Me lo pasé genial. Luego, regresamos a nuestro barrio, donde no había luces navideñas ni nadie las echaba de menos.

Ahora que volvía a ver la Plaza de Cataluña no me parecía el mismo lugar de mis recuerdos. Salvo por las palomas. Las palomas seguían allí, y también las personas que las alimentaban. Me pareció que había mucha gente, pero la madre de Ferran no dejaba de repetir lo contenta que estaba de no haber encontrado apenas tráfico. Entramos en el parking del  centro del centro comercial. Ferran y su madre parecían saber muy bien adónde íbamos y para qué. Yo me dejaba llevar, feliz y confiado.

Solo al bajar del coche me di cuenta de que Ferran estaba muy serio. También me pareció que tenía algo raro en los ojos. ¿Había llorado?

Entonces su madre dijo:

—Voy a hacer unas compras, Ferran. Te espero donde hemos dicho a la hora que ya sabes.

Nada de todo aquello me sonó raro. Ferran asintió. Entonces la madre se acercó a mí y me besó en las mejillas. Decidida, como muy profesional. Y dijo:

—Cuídate mucho, Pedri.

Se esfumó taconeando muy deprisa.

Ferran la observó marchar, petrificado. Entonces me atreví a agarrarle de nuevo la mano. La tenía fría como un pedazo de hielo.

—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Has llorado?

—No quiero hablar aquí —contestó, con un hilillo de voz, y fue una de esas respuestas que te hielan el corazón—. Subamos a la cafetería.

Caminó hacia una puerta lateral, hasta el lugar donde estaban los ascensores. Esperamos en silencio a que llegara alguno y se abrieran las puertas. Iba lleno de gente. Yo no hacía más que mirar a Ferran, a ver si adivinaba lo que sus palabras aún no me habían dicho. Solo sabía que no era nada bueno.

La cafetería era un lugar luminoso, moderno, con un enorme ventanal y vistas a la plaza. Conseguimos una mesa junto a una de las ventanas. El cielo se veía mucho más azul desde esa altura. Era mucho más lindo de lo que puedo describir. Y Ferran era aún más lindo que el cielo.

Ferran miraba la carta fingiendo interés. Pidió un sándwich Club y una naranjada. Yo pedí lo mismo, aunque no tenía hambre.

—Si mi madre se entera de que no he comido nada, me mata —dijo.

En cuanto se fue el camarero, volví a agarrarle la mano por encima de la mesa. Entonces comenzó a llorar. Me asusté. Supongo que me di cuenta de que, fuera lo que fuera, era grave.

—Por favor, dime qué te pasa.

Se enjugó las lágrimas, me agarró las dos manos y apretó con fuerza. De repente, dijo:

—No puedo verte más.

Y de nuevo se le escaparon las lágrimas.

—¿Cómo? ¿Qué significa? ¿Hasta cuándo no…?

Ferran añadió:

—Esta es nuestra última vez.

____

¿No sé verán más? ¿Que piensas?

Nos vemos el viernes 👋🏽

VERDAD (Fedri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora