Nunca intentéis dormir en una escalera. Es lo más incómodo del mundo. Yo lo intenté, por lo menos durante la primera hora. Cuando vi que era imposible, me dediqué solo a escuchar. Puse mucha atención. Clasifiqué los ruidos que se oían dentro del piso de Ben (es decir, mi piso).
La cosa sería más o menos así.
Ruidos de máquinas: un ordenador al encenderse (ya sabéis, esa musiquita tonta), el zumbido de un motor (¿la nevera?), el campanilleo de un mensaje que entra en un teléfono móvil que alguien se ha olvidado de silenciar; luego, solo vibraciones.
Ruidos de cosas: un grifo, mucha agua —como si alguien se empeñara en limpiar algo a fondo—, una puerta que chirría, un interruptor, la ventana al abrirse y al cerrarse.
Ruidos de personas: varias conversaciones en susurros (por teléfono, supuse). No identifiqué ni la voz ni las palabras. Sí me di cuenta de que estaba alterado. Podía sospechar parte de sus motivos.
De pronto escuché el tintineo de unas llaves en mitad de la noche. Alguien abría el portal de la calle. No se preocupó en absoluto de no hacer ruido. La puerta se cerró estrepitosamente. Comenzaron a subir la escalera unos pasos firmes, amenazadores. Ni muy despacio ni muy deprisa. Rítmicamente, sin parar en los descansillos ni encender la luz. Al llegar a la puerta de mi piso, se detuvieron. Solo unos segundos, para observar, para pensar. Luego, continuaron el ascenso.
En aquella planta no había pulsador de la luz. Únicamente vi una sombra que se acercaba. La de un tío grande como un armario. No pude verle la cara. Se detuvo frente a mí y me ordenó:
—Largo.
No me moví. No hice nada.
—¿Eres sordo? —dijo.
—No —dije.
—Vamos, fuera —insistió.
Como continué sin hacer nada y sin hacerle caso, pasó a la acción: me agarró de la camiseta y me levantó del suelo sin dificultad. Comenzó a arrastrarme escaleras abajo. Apenas tuve tiempo de recoger mi mochila. Si no me caí, fue porque él me sujetaba con un brazo que parecía de hierro. Cuando pasamos por el rellano del primer piso, me pareció que un par de ojillos brillantes nos observaban con curiosidad a través de una rendija de la puerta. El armario abrió la puerta de la calle y me lanzó afuera de un empujón. Caí de rodillas sobre el pavimento.
—Pírate y no vuelvas —dijo, antes de añadir—: La próxima vez te daré una paliza y te dejaré tirado delante de la policía con medio kilo de cocaína en la mochila. ¿Entiendes, capullo? ¿Quieres volver al trullo cagando leches?
No esperó mi respuesta. La puerta se cerró con su golpe habitual.
Alguien estaba observando la escena desde la ventana del tercer piso. Para asegurarse de que me largaba, supongo. Me quedé un momento ahí, mirando hacia arriba, pero no vi a nadie, salvo una persiana que bajaba a toda prisa.
Caminé hasta la plaza más cercana. No tenía árboles, ni plantas, ni arbustos, ni columpios, ni nada, excepto una fuente pública, una chimenea solitaria, un mural que ocupaba toda una pared lateral y dos bancos. Me senté en uno de ellos a pensar, a tranquilizarme. No había podido verle la cara a mi agresor. Solo sabía que era grande como un armario y que llevaba unas botas vaqueras de color rojo, muy cantonas. Fue lo último que vi después de que me lanzara a la calle y cerrara la puerta.
Tardé un buen rato en sentirme un poco mejor. Después, poco a poco, me fue entrando sueño. Me tumbé en el banco y me guardé las inútiles llaves de mi casa dentro de mis calzoncillos. Es algo que aprendí de Ben y que nunca le he contado a nadie. «Guarda lo que más aprecias donde la gente normal no se atreve a buscar», decía, con una sonrisilla pícara. Es un buen consejo. Poca gente imagina que llevas las llaves de casa escondidas en la bragueta.
Me dormí abrazado a mi mochila. Allí estaba todo lo que tenía en el mundo. ¿Todo? No. También tenía mi amor por Ferran.
Querido Pedri:
Tengo tanto que contarte que no sé por dónde empezar. Es la noche más triste de mi vida. No puedo dormir. Pienso en ti todo el rato. A estas horas (son más de las cinco de la madrugada) debes de estar en la cama de tu piso de Barcelona, contento de estar allí, puede que durmiendo. Puede que también estés pensando en mí, a pesar de la emoción de tu vida nueva.
Ojalá estuviera ahí contigo. Ojalá no nos separara nada.
Voy a contarte lo que ha ocurrido esta tarde después de besarnos. Mi madre me esperaba en el aparcamiento, con una arruga dibujada en el centro de su frente, contando los minutos que pasaban de la hora que me había indicado. El primer tramo hasta casa hemos ido en silencio, pero al llegar a un semáforo ha soltado el volante, me ha mirado y ha dicho:
—Sé que ahora no lo entiendes, Ferran, pero cuando seas mayor te darás cuenta de que no había otra opción.
No he contestado. Igual se ha desanimado. Al llegar a casa, otro sermón:
—Sé que te duele separarte de él y que ahora piensas que es el amor de tu vida, pero todo eso pasará. Algún día conocerás a una persona más parecida a ti, te gustará y…
—Tengo que ir al baño —he dicho, mientras me desabrochaba el cinturón y salía del coche.
Ha fruncido los labios, como hace cuando algo le sabe mal. A lo mejor se ha dado cuenta de que está metiendo la pata. No puedo creer que se comporte de ese modo.
He ido directamente a la ducha, a llorar sin que me vieran. Me quedé un rato encerrado, sin ganas de hacer nada. He dicho que no tenía hambre (era cierto) para no ver el ordenador en la cocina ni sus caras de «hemos hecho lo mejor para ti». Me he acostado a las diez menos veinte. ¡Aún era de día! Sabía que no podría dormir, pero necesitaba pensar en ti y estar solo. Bueno, en realidad necesitaba no estar con ellos.
He pensado mucho. He llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo: no debería haberte dejado marchar. Tendría que haberme ido contigo. No importa adónde. No soporto la idea de no verte más. Tengo que hacer algo. Y lo haré.
Te quiero.
Ferran
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VERDAD (Fedri)
FanfictionContinuación de Mentira Absuelto del cargo de asesinato, del que fue injustamente acusado a los 14 años de edad, y una vez probada su inocencia, el ahora joven Pedri sale del Correccional de Menores tras cuatro años de internamiento. Sin embargo, l...