Escalera

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El mundo es un lugar extraño. Te das cuenta cuando llevas cuatro años sin pisarlo.

Caminé deprisa, asustado, como si fuera un animal de un hábitat distinto. Encontré pronto la calle, y el número. Laura me había apuntado todo lo que tenía que hacer: «Salir en la estación de Diagonal», «en el cruce con Mayor de Gracia, tomar Córcega (a la izquierda)», «subir por Torrent de l’Olla hasta Tordera», «caminar por Tordera unos cien pasos y doblar a la izquierda». La fachada era la más vieja y fea de todas. Un portal que no llamaba la atención, con una puerta de hierro negro y cristal. «No se admite correo comercial», leí. El rótulo estaba escrito a mano, pegado por la parte de dentro.

Eran más de las ocho y media, pero Alberto no estaba. ¿Se habría cansado de esperarme? ¿Habría entrado en el edificio? Le esperé un rato en la calle, mirando a todos lados por si le veía aparecer, y al fin decidí entrar. Saqué mis llaves del bolsillo; probé con la más estrecha. La puerta de hierro se abrió sin oponer resistencia. Ante mí, una escalera oscura de escalones muy empinados y paredes pintadas de algún color feo y desgastado. Solo tres buzones, aunque únicamente en uno se podía leer un nombre. Era de mujer. No había ni rastro de ascensor. La escalera era de hierro fundido, vieja, oxidada. Todo estaba sucio, descuidado.

La verdad, me imaginaba otra cosa, pero era mejor que la cárcel y mucho mejor que volver a mi barrio.

Subí los tres pisos casi a tientas. En el segundo descubrí que podía encender la luz de la escalera apretando un interruptor, aunque la situación solo mejoraba un poco, porque las bombillas apenas se iluminaban. Llegué al tercer piso muerto de curiosidad. Una puerta oscura, también antigua, pero pintada. Aquello comenzaba a mejorar.

Antes de que pudiera probar la llave, oí risas que venían del interior de mi casa. Era una voz femenina. Se reía como si le estuvieran haciendo cosquillas. Reparé que no era una, sino dos. Dos chicas, las dos alegres. Parecían estar pasándolo bien. También había una voz masculina, o puede que dos. Presté atención, pero no se distinguía bien. De vez en cuando, las chicas emitían un chillido agudo, o un gemido, no sé. También se oía un tintineo de cristales, como si estuvieran brindando. Y más risas, y más chillidos, y más voces masculinas. Alguien se lo estaba pasando en grande ahí dentro.

No me corté un pelo y traté de abrir la puerta. La llave entró con dificultad en la cerradura; sin embargo, no conseguí hacer que girara. No se movía ni un ápice. Lo intenté varias veces hasta que me di por vencido. Tardé unos minutos en comprender lo que estaba ocurriendo: alguien había cambiado la cerradura.

Mientras tanto, los chillidos, los gemidos y las risas habían cesado. Dentro del piso percibí un silencio tenso, expectante. Ahora ellos también trataban de escucharme a mí. Decidí fastidiarles la noche, fueran quienes fueran, y llamé al timbre. Esperé. No pasó nada, salvo que el silencio se hizo más profundo. ¿Tal vez tenían miedo?

Llamé otra vez, dos veces, con insistencia. Me pareció oír ruidos dentro del piso. Como si mis timbrazos levantaran un revuelo. Ahora ya me quedaba claro que los había asustado. ¿Tal vez porque lo que hacían allí dentro no era legal? Por desgracia, tengo alguna experiencia en este tipo de cosas. Una voz femenina preguntó:

—¿Dónde está mi ropa?

Y otra dijo:

—Mierda, mierda, mierda.

Decidí esconderme. Subí un piso más, hasta el descansillo por donde se salía a la azotea a través de una pequeña portezuela. No había luz (o no funcionaba), así que esperé a que se apagara la bombilla de abajo y lo hice conteniendo la respiración.

Escuché algunos ruidos más: un «flop», como de nevera al cerrarse; los tacones de las chicas sobre el suelo; voces que hablaban en susurros. Luego, se abrió la puerta, al principio solo un poco. Escuché una respiración. Alguien se asomaba al rellano, miraba por si había alguien.

—Despejado —anunció una voz de varón—. Podéis salir.

—¿Seguro? —preguntó una voz femenina.

—No hay nadie —dijo de nuevo la voz masculina.

En cuanto salieron, la puerta del piso volvió a cerrarse. Con doble vuelta de llave.

Las chicas debían de ser tres, por el ruido que armaron sus zapatos de tacón al bajar por la escalera. Ya no se reían. Una de ellas dijo:

—A ese gordo asqueroso deberíamos cobrarle el doble.

Y las otras dos soltaron una risita cómplice, maliciosa.

—O el triple —dijo otra.

La puerta del portal se cerró con un golpe seco y ya no se oyó nada. Dentro del piso, el silencio del cobarde.

Me quité la mochila y me puse cómodo. Decidí quedarme allí, en el rellano de la azotea. No podía tumbarme por falta de espacio, pero si permanecía sentado, podía estirar las piernas. No estaba tan mal. Era un buen lugar para vigilar. Igualmente, no tenía adónde ir. De Alberto, ni rastro. ¿Se habría olvidado de nuestra cita? Era raro; Alberto es la persona más responsable que conozco. Pensé que la noche iba a ser larga.

Pasaron unos pocos minutos antes de que volviera a escuchar que la puerta de mi piso se abría. Una respiración. Fuerte, tal vez asustada. Alguien escrutaba la oscuridad del mismo modo que yo permanecía atento al silencio.

Cuando la puerta se cerró, yo cerré los ojos.

«Dicen que, a oscuras, el sentido del oído se agudiza», pensé.

Y me dispuse a comprobarlo.

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Perdón por no actualizar y por si les pareció muy corto, normal que les parezca corto si pasaron 9 días desde que actualicé y encima subo ésto corto. Bueno, no les quería dejar sin capitulo así que hice esto.

VERDAD (Fedri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora