Libertad

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—¡Pedro González López!

No sé qué sentí cuando el vigilante de seguridad pronunció mi nombre. Fue raro. Miré la hora en el reloj de la sala común. Eran las cuatro y media de la tarde. Lo primero que pensé fue en Ferran. Me había dicho que estaría fuera, esperándome. Tenía muchas ganas de verlo. Y, sobre todo, tenía ganas de verlo en un lugar que no fuera ni el cuarto de visitas de la cárcel ni la sala donde se celebró el juicio de revisión de mi caso. Ferran salió a testificar, y también mi tía Carmen, y mi primo Marcelo y hasta Elena, la bibliotecaria. El juez decidió, «a la vista de las nuevas pruebas presentadas», que yo era inocente.

Inocente.

Un adjetivo que a partir de ahora debería aprender a utilizar, como un aparato nuevo que hace muchas cosas, pero cuyas instrucciones has perdido.

Me ahorré solo tres meses de condena. Bueno, mejor eso que nada. Por lo menos en la cárcel pude estudiar. Terminé primero de bachillerato, todo un récord en un sitio como aquel.

El caso es que el vigilante de seguridad pronunció mi nombre y Laura, mi tutora, se levantó y me dio un abrazo.

—¿Estás bien? —me preguntó—. ¿Preparado?

Sonreí. Las palabras nunca han sido mi fuerte.

—¿Tienes la lista que hicimos?

Señalé el bolsillo de mis vaqueros. Ahí llevaba la lista, en una hoja de papel muy bien doblada. Las primeras cosas que quería hacer al regresar al mundo de los buenos.

—¿Y el dinero? —bajó la voz Laura, para ser discreta.

Laura es una persona alucinante.

—Aquí —dije, y señalé el otro bolsillo.

—No lo pierdas.

—Te lo devolveré —dije, también en voz baja.

—Claro, cielo —dijo ella, y me agarró la cara entre sus manos tibias—. Llámame si me necesitas, ¿de acuerdo?

—No lo necesitaré —dije, muy seguro.

—Bueno, por si acaso —me pareció que tenía los ojos húmedos.

El mundo puede llegar a resultarte un lugar muy hostil cuando has pasado encerrado de los catorce a los dieciocho. Da igual que salgas un día radiante de primavera en que luce un sol impresionante y que fuera te esté esperando el chico al que quieres más que a nada en el mundo. Todos los animales necesitan un tiempo de aclimatación cuando cambian de hábitat.

Me despedí de Gavi y mis otros compañeros de cuarto. No eran amigos míos, pero habían sido buenos colegas. Cuando tienes que compartir con tres tíos un espacio de quince metros cuadrados (váter y ducha incluidos) que solo tiene una puerta de hierro que se cierra por fuera, aprendes a valorar la regla de oro de la convivencia, que es el respeto mutuo.

—Cuídate, tío. Disfruta de la vida y de tu piso nuevo —me dijo Gavi, palmeándome el hombro—: Algún día nos papearemos juntos unas pizzas ahí fuera.

Le devolví el abrazo. Gavi era un buen tío. Atraco a mano armada y lesiones graves. Era el más joven de una banda de ladrones de pisos. Ninguno de los dos sabíamos si nos íbamos a volver a ver.

Gavi era lo más parecido a un amigo que había tenido ahí dentro. Sin contar a Merche, claro. Merche fue especial. Una chica preciosa, además de lista, con un futuro lleno de incógnitas. Ojalá hubiera podido hacer algo por ella. Cuando salió, me regaló su MP3. «Para que estés menos solo», me dijo, y me dio un beso en la mejilla. No tenía a nadie fuera. No tenía estudios, ni dinero, ni un lugar al que ir. Su único patrimonio era su belleza.

VERDAD (Fedri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora