Carmen

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Me instalé en la plaza de la chimenea y los murales multicolores, para llamar tranquilamente. A este paso, me fundiría el saldo del teléfono en un solo día. Marqué el número del bar de mi tía, que se llama como ella y que está en la Avenida Once de Septiembre, la arteria principal de mi barrio. El lugar donde Ben perdió y ganó las mayores fortunas de su vida. El último lugar que pisó antes de matar y de que lo mataran.

El teléfono sonó varias veces antes de que contestara una voz femenina apresurada y un poco ronca. La reconocí al instante.

—¿Tía? —voces, platos, el chisporrotear de la cocina, una tele encendida, las risas de los habituales de la partida de dominó: el ruido del bar me devolvió al pasado. El silencio de mi tía reflejaba su sorpresa. Añadí—: ¿Tía? Soy Pedro.

—¡Pedro, cariño! ¡Qué alegría más grande! —gritaba tanto que tuve que apartarme el teléfono del oído—. ¿Dónde estás? ¿Ya has salido?

No supe qué decir. No se me dan bien estas cosas. Sin embargo, me alegré de oírla.

—Necesito hablar contigo, tía.

—Claro, cariño, ven cuando quieras.

De fondo escuché la voz de un cliente que quería que le cobraran. Y la voz de los jugadores de dominó que celebraban una partida. Y la música que anunciaba la predicción del tiempo.

—Oye, tía, ¿te acuerdas del piso que compró Ben en Gracia?

—¡Huy, cariño!, tengo el bar lleno de gente.

—Es solo un momento. ¿Te acuerdas o no?

—Bueno…, sé que lo compró. Se dijo en el juicio, ¿no? Conmigo no hablaba. Ya sabes cómo era Ben. Además, no me gusta hablar de esto por teléfono.

—No quiero volver al barrio.

—¿No quieres volver? ¡Anda, pues menuda tontería! Aquí tienes a tu familia. A tu gente. ¿Adónde vas a ir, si no?

«Tu familia», «tu gente». Se supone que son personas a quienes deseas volver a ver. Yo no deseaba volver a ver a nadie, salvo a mi tía. Siempre y cuando no me dijera lo que tengo que hacer. Pregunté:

—Tía, ¿tú sabes dónde está Kevin?

—¿Kevin? ¡Ah, sí! ¿El gordito? ¿El amigo de Ben?

—Ese.

—¡Huy, hace un montón que no le veo! Para mí que se fue del barrio.

—¿Y sabes adónde?

—¿Yo qué voy a saber? Además, me da igual. Nunca me gustó ese chico. No sé qué hacía tu primo con él.

«Yo tampoco», pensé.

—¿Y Marcelo? —pregunté.

Marcelo era la segunda persona de mi barrio a quien deseaba ver. La segunda y última. La voz de mi tía sonó triste solo de escuchar el nombre de su hijo:

—Otro desaparecido… —dijo.

—¿No sabes dónde está?

—En algún lugar de Barcelona, supongo. Ya no viene nunca.

Marcelo siempre fue un misterio. Una de esas personas que no sabes qué tiene por dentro. Puede ser muy bueno o muy malo, porque nunca lo sabes con certeza. Aunque a mí siempre me pareció un tío legal. Demasiado legal para quedarse en el barrio. Por eso se largó. Le entendía bien. Y le envidiaba.

—¿Ya no trabaja en el gimnasio dando clases de taekwondo?

—Qué va. Hace mucho que lo dejó.

Pase que hubiera dejado el barrio, pero no podía haber dejado el taekwondo. Marcelo era bueno. Bueno de verdad. Un fuera de serie. Para haber sido alumno suyo, no se me pegó nada. Pero es porque yo era un alumno pésimo.

Pensé que Marcelo había conseguido lo que Ben soñaba: irse del barrio para no volver. Tal vez por eso lo había hecho.

—¿Cuándo se fue? —pregunté.

—Pues sería más o menos cuando lo de Ben.

«Lo de Ben», una bonita manera de no decir «cuando Ben murió» o, mejor, «cuando asesinaron a Ben». La gente mayor de mi barrio es especialista en no llamar a las cosas por su nombre.

Tía Carmen recuperó su tono jovial de siempre y dijo:

—Anda, Pedro, cariño, no hagas tantas preguntas y ven a ver a tu tía. ¿Te acuerdas de mis bocadillos de tortilla? Te cambio uno por un millón de besos.

«Te cambio uno por un millón de besos». Hay frases que son capaces de condensar una parte de tu infancia. Me recordé tras la barra del bar, las pocas veces que Ben me llevaba con él, besando de puntillas a mi tía Carmen en la mejilla una y otra vez. Dar un millón de besos habría sido muy cansado, pero ella se agachaba un poco para que yo le diera treinta, cuarenta, cincuenta besos. Después, me preparaba una merienda que solía ser lo mejor de la semana, o del mes. Mientras me comía sus deliciosos bocadillos de tortilla, le oía decirle a Ben, murmurando: «Este niño no puede estar en estos ambientes tuyos, es demasiado pequeño». Ben le contestaba con un gesto, quitándole importancia.

Yo fingía que no me daba cuenta de lo que hablaban.

Nada más pensar en los bocadillos de tortilla que me preparaba mi tía Carmen, mi estómago lanzó un quejido de nostalgia (y de hambre).

—Bueno, ya veré —respondí.

—Oye, ¿has llamado a tu padre? —preguntó mi tía—. Pregunta mucho por ti.

«Otra novedad», pensé, mientras emitía un sonido gutural que no significaba nada.

Mi tía insistió:

—¿Tú tampoco piensas ir a ver a tu padre? ¡Sí que estamos buenos!

Pasé de explicarle a mi tía los motivos que tengo para no querer visitar a mi padre. Por ejemplo: que nunca se comportó como un padre, en realidad. Que lo único que se le daba bien cuando yo era pequeño era abandonarme. Que si no hubiera sido por Ben, yo no habría llegado a mayor. En fin, mi padre no es mi tema de conversación favorito.

—Lo siento, tía, tengo que colgar —mentí.

Era la hora de comer. Entré en un supermercado, me compré una bolsa de patatas fritas, una chocolatina y una naranjada. Regresé al banco de la plaza y me lo comí todo en menos de cinco minutos. Me quedaban 41,70.

VERDAD (Fedri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora