Currículum

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Me despertó una pregunta formulada con voz dulce:

—¿Has dormido en este banco?

Al abrir los ojos, me encontré a una niña rubia, con coletas y patinete, que me miraba asombrada. No debía de tener más de seis o siete años.

—Sí —le dije.

—¿Está muy duro? —preguntó.

—Un poco.

—¿No tienes cama?

Antes de que pudiera contestarle, su madre la agarró de la mano y tiró de ella para alejarla de mí.

—¡No hables con extraños, Noa! —la regañó.

—No es un extraño, es un señor sin cama —protestó ella, mientras se alejaba a la fuerza.

Me senté en el banco. Me dolía un poco la espalda, pero aquella breve conversación con Noa me había puesto de un extraño buen humor. Además, hacía buen día. Cantaban los pájaros y, a lo lejos, rugían los coches en las calles cercanas. Me lavé la cara en la fuente de la plaza. Me quedé un rato observando el grafiti de la pared. La mayoría de las criaturas que aparecían en él eran monstruosas. Las había con tres cabezas, con antenas, con forma de chupete y de helado, todo mezclado con bailarinas de flamenco, actores en blanco y negro o un grupo de alumnos en clase. Lo mejor eran los colores, muy alegres, en contraste con la fealdad de la plaza. Precisamente lo que aquel lugar tan aburrido necesitaba, aunque no podía dejar de pensar en quién lo habría pintado y qué ideas tan raras tenía en la cabeza.

El rugido de mis tripas me recordó que tenía un hambre feroz. Un hambre que no recordaba desde mis años de primaria, cuando me hice famoso en el colegio por robarle el bocadillo a una compañera de clase.

Decidí buscar un supermercado donde comprarme algo para desayunar. Fue fácil. Encontré el negocio de un paquistaní donde, además de un paquete de galletas y un batido de cacao, compré una tarjeta de prepago para mi teléfono. La pedí solo de llamadas (mi cacharro antediluviano no tenía conexión a Internet ni Whatsapp ni nada de nada), pero me dijeron que no tenían. Compré la más barata. Valía 12,5 euros. Apunté en un papel mi nuevo número. En cuanto consiguiera recargar el aparato, le mandaría un mensaje a Laura y otro a Carlos. También necesitaba contactar con Alberto y saber qué había pasado.

Me senté en una plaza y me zampé el desayuno casi sin respirar. Después conté el dinero que me quedaba: 53,15 euros. Necesitaba encontrar un trabajo lo antes posible. Y para lograrlo, lo primero que debía hacer —me lo había dicho Laura— era apuntarme al paro.

Laura también había buscado dónde quedaba la oficina más cercana. Me hice un lío con los nombres de las calles, pero llegué cinco minutos después de que abrieran. Había un montón de gente, y me tocó sacar un número y esperar mucho rato. Aproveché para ir al baño, lavarme los dientes y cambiarme de camiseta. También para conectar mi móvil de la Edad de Piedra en el primer enchufe que encontré.

Cuando por fin llegó mi turno, una señora con el pelo azul me pidió que rellenara un formulario. Nombre, apellidos, fecha de nacimiento, número de documento de identidad, dirección. Aquí dudé un momento, pero escribí calle del Profeta, número 20 tercero. Nivel de estudios terminados: primero de bachillerato. Le entregué el papel. Sin terminar de leerlo, dijo:

—Tendrás que redactar un currículum.

—¿Un currículum?

—Puedes hacerlo desde casa, a través de la página web. Servirá para que la gente conozca tu experiencia laboral.

—En realidad, no tengo mucha experiencia laboral —dije.

—Algo habrás hecho en tus —consultó el papel— dieciocho años. Algo que puedas poner en el currículum.

VERDAD (Fedri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora