Capítulo 11: Dias del pasado (parte 2)

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La princesa Giselle se encontraba profundamente arropada en su cama, sumida en un sueño apacible. Las sábanas, suaves como la seda, la envolvían en un calor reconfortante. De repente, una voz cálida y dulce la despertó. La voz, suave como una brisa veraniega, la llamaba suavemente por su nombre.

—Giselle... ven, querida... sígueme.

La niña, aún adormilada, abrió los ojos y miró a su alrededor en la penumbra de su habitación. Las sombras de la noche se cernían sobre las paredes, pero la voz, que resonaba con una calidez familiar, la envolvía en una sensación de seguridad. Sentía un cosquilleo en la nuca, como si aquella voz le susurrara directamente al alma. Con el corazón latiendo suavemente, se levantó de su cama, empujada por una curiosidad inexplicable, y siguió el eco de aquella voz que se desvanecía en la distancia.

Al cruzar el umbral de su habitación, el frío del suelo de piedra hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo. Giselle avanzó, descalza, sintiendo la textura rugosa bajo sus pies mientras se dirigía hacia las puertas del castillo. Cuando las grandes puertas de madera se abrieron ante ella, el fresco aire de la noche acarició su rostro con una dulzura que la hizo detenerse un instante, respirando profundamente el aroma húmedo del rocío.

La luna llena, alta en el cielo, iluminaba su camino con un resplandor plateado, guiándola hacia el lado norte del bosque. A medida que se adentraba en la espesura, el aire comenzó a cargarse de un olor acre, mezcla de humo y tierra quemada. La transformación del paisaje era evidente; lo que alguna vez fue un bosque lleno de vida y vibrantes colores, ahora estaba reducido a un páramo sombrío. Los árboles, cuyas ramas solían cantar con el viento, yacían destrozados, sus troncos partidos como si una fuerza implacable los hubiera quebrado. Las hojas que antes susurraban melodías verdes y doradas estaban ahora desintegradas, convertidas en polvo fino que se levantaba con cada paso que daba.

El suelo, antaño cubierto de un manto esponjoso de musgo y hierba, se había transformado en un sendero de cenizas que crujía bajo sus pies. A cada paso, una nube grisácea se levantaba, envolviéndola en un halo de destrucción y desolación. Giselle sintió una presión en el pecho, una mezcla de temor y tristeza que la hizo detenerse.

—¿Qué... qué pasó aquí? —susurró la princesa, sintiendo una punzada de miedo mientras miraba el paisaje devastado.

El sonido de su propia voz, tan pequeño en comparación con la vasta destrucción que la rodeaba, la hizo desear regresar al castillo, a la seguridad de su cama. Pero justo cuando el miedo comenzó a ganar terreno en su corazón, la voz reapareció, suave y persuasiva, como un bálsamo sobre su angustia.

—No temas, pequeña Giselle. Sigue adelante. Estás cerca.

La princesa tragó saliva, sus labios estaban secos por el polvo que llenaba el aire, pero encontró en aquellas palabras la fuerza para continuar. Con una mezcla de temor y determinación, Giselle siguió avanzando, sus ojos grandes y brillantes reflejando la pálida luz de la luna que apenas lograba penetrar la espesa nube de humo que flotaba sobre ella.

Finalmente, llegó a un montículo de tierra. Desde la cima, vio un grupo de seis hadas que se arremolinaban en torno a una cría de lobo de pelaje blanco como la nieve. Las hadas, pequeñas y delicadas, con alas que brillaban tenuemente, se movían con agilidad, susurros de magia emanando de sus diminutas figuras. Al notar su presencia, se detuvieron de golpe, sus miradas se alzaron hacia ella con asombro y precaución, como si la princesa fuera una aparición inesperada.

Una de las hadas, la más sabia y anciana, con arrugas profundas en su rostro diminuto, se adelantó con cautela. Sus alas, translúcidas y teñidas de un azul tenue, revoloteaban débilmente bajo la luz de la luna.

La Princesa y el Lobo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora