Capítulo Dos

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Cuando se despertó, Fluke tenía un fuerte dolor de cabeza. Pero lo
peor estaba aún por venir. Abrió los pesados párpados, enfocó la mirada y se encontró en una habitación completamente desconocida. Aquella experiencia lo dejó desorientado.

¿Muros de piedra?

Muebles inmensos de madera, que conservaban todo su esplendor gótico. Cuando vio las ventanas, se quedó boquiabierto. Eran iguales que las ventanas de un castillo. Tanto la habitación como la cama que había en medio eran de considerables proporciones.

Justo en ese momento le empezaron a venir a la memoria recuerdos vagos. Recordó una monja. ¿Una monja?

Recordó sentirse muy enfermo.

Recordó que le habían dicho que tenía que permanecer despierto, cuando lo que más le apetecía era dormir, porque le dolía mucho la cabeza.
Todas las piezas aparecían sin orden, pero había una imagen que se repetía de forma constante, y era la imagen de Ohm.

Por el rabillo del ojo percibió un objeto en movimiento, y volvió la cabeza. Una figura masculina salió de la oscuridad y se puso en la cortina de luz que había al lado de la cama. Todo empezaba a encajar. Puso las dos manos en el colchón, debajo de él, y se colocó en posición de sentado.

—¡Tú! —exclamó, en tono de acusación.

—Voy a llamar al médico —respondió Ohm, estirando la mano, para tirar del cordón de terciopelo que había al lado de la cama.

—No te preocupes —le aseguró Fluke, con los dientes apretados, apartando la sábana, con la intención de levantarse. Todo empezó a darle vueltas.

Cuando se puso las manos en la cabeza, para ver si podía controlar aquella sensación, Ohm lo agarró por los hombros y lo obligó a sentarse.

—¡Quítame las manos de encima! —gritó Fluke, luchando por no caer en la tentación.

—Cállate —le ordenó Ohm, acercándose a él, con una expresión de amenaza en su cara—. Por tu mal humor estás en la cama y por él podrías estar muerto.

Fluke se quedó mirándolo, con la boca abierta, sus ojos verdes saliéndosele casi de las órbitas.

—Por tus jueguecitos estoy aquí en la cama.

—Las heridas podrían haber sido mucho más graves y permanentes —le dijo Ohm, condenándolo—. Si no llega a ser por mí, podrías haber sufrido algo más grave que un dolor de cabeza. Llevas horas inconsciente.

—¡Todo ha sido por tu culpa!

—¿Por mi culpa? —repitió Ohm, incrédulo—. Pero si fuiste tú el que intentaste golpearme.

—La próxima vez, no fallaré. ¿Dónde estoy? —le preguntó, enfurecido—. Quiero irme a mi casa.

—Estás conmigo, así que estás en casa —respondió Ohm, con un tono grave de voz.

—¡Tú estás loco como una cabra! —exclamó Fluke, clavando su mirada en él—. ¿Qué has hecho con mi coche?

—Como no lo vas a necesitar más, se lo he devuelto a la empresa de alquiler.

La puerta se abrió y apareció un hombre alto, de unos cincuenta años.

—Soy el doctor Orsini, señor Thitiwat —dejó un maletín en la cama— . ¿Qué tal se encuentra?

—Yo no soy el señor Thitiwat —respondió Fluke, empezando a pensar que estaba desempeñando el papel principal en una farsa.

El médico miró a Ohm.

Segunda oportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora