Prólogo

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Un conejo en la pradera. Eso era todo. Un conejo avanzando a saltitos, haciendo apenas un inaudible ruido al caer una y otra vez sobre el césped frondoso suave, y, a su vez, puntiagudo. Espontáneamente, se detenía a oler el abundante y alto pasto o algún otro aroma normal o peculiar que le acariciara la nariz, que movía sin cesar.

El conejo siguió con su camino, saltando de un lado a otro, olisqueando y, de repente, usaba sus felpudas patitas para jalonear alguna hoja deforme, en un intento inútil por arrancarla de la firme tierra.

Pasó largos minutos bajo la luz de la luna para que se detuviera tras un último salto. Olfateó más efusivo, notando cerca de si el aroma que llevaba buscando toda la noche. Finalmente, dirigió sus esponjosas patas delanteras a una hoja que sobresalía en el césped. Eran varias hojas en conjunto, alargadas y con bordes deformes. La sujetó y haciendo un esfuerzo que se notó en sus brillantes ojitos, la jaló hasta que la planta cedió y el conejo cayó de bruces hacia atrás.

Rápidamente se incorporó, sus ojos brillaron en una efímera alegría. Sin dejar pasar ni un segundo, tomó la zanahoria entre sus patas y le asestó una acelerada y hambrienta mordida. Masticó de la misma manera, sacudiendo sus redondas mejillas. Agitó su colita de algodón mientras comía placenteramente. Pero poco le duró su felicidad, cuando irguió sus orejas y alzó la cabeza. Su mandíbula quedó estática y olisqueó efusivamente en toda dirección. Mantuvo quieta la zanahoria entre sus patas mientras buscaba aquello.

Aquello que había percibido. Volteó la cabeza de lado a lado, agudizó su oído y olfato, buscando cualquier señal de eso que penetró en sus sentidos.

Pero no vio ni oyó ni olió algo extraño. A su alrededor, solo había metros de pasto extrañamente alto incluso para la primavera, plantas y flores. También había insectos andando por ahí y ardillas buscando donde enterrar bellotas.

Pero sentía eso. No era un ente porque no sentía una presencia, pero tampoco un objeto, porque en ese caso, no podría sentirlo. Y nunca descubriría que era aquello. Porque así, en ese momento, en la duda de lo que su instinto y su naturaleza sentían, llegó otra sensación. Esta lo hizo detener su olfateo y tensar todo su tierno y pequeño cuerpo.

La sensación era sustancialmente igual a la anterior, a excepción de una única pero trascendental diferencia: la sensación precedía un suceso. El conejo no oía ni veía ni olía nada, pero sabía que algo estaba por suceder. Lo sabía porque, sin saberlo, su naturaleza era contraria a ese suceso, y, por lo tanto, paradójicamente, también era parte de ella.

Fue apenas un momento, un instante, un segundo.

No hay medios visuales ni gráficos para explicar lo sucedido. La única descripción posible es: el conejo estaba estático sobre el pasto, sosteniendo su zanahoria, y, un instante después, ya no estaba.

Ya no existía, al igual que la zanahoria y el trecho de pasto y suelo sobre el que estaba.

Arctraytus 1: La Aventura de los Príncipes, el Misterio del Todo y la NadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora