Capítulo VI: Las Gemas

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POV Henry

Estábamos en nuestro cuarto, Regina y yo.

Las sábanas la cubrían hasta la cintura, por lo que podía acariciar su espalda desnuda. Ella miraba hacia la pared, pero su respiración obviaba que estaba profundamente dormida. Yo estaba cansado, pero mi mente maquinando no me dejaba conciliar el sueño. Pasé mis dedos a su nuca y jugué un poco con sus rubios cabellos. A pesar de que en mi mente se creaban escenarios oscuros, cada uno más destructivo que el anterior, era el primer momento de paz que tenía en días.

Tocaron a la puerta. Cerré los ojos y maldije por lo bajo. Como decía mi padre: la paz del rey no llega hasta la muerte.

Retiré las sábanas y me incorporé. Me puse un pantalón holgado y una sencilla camisa de botones. Abrí la puerta solo lo suficiente.

—¿Sí? —le cuestioné al guardia que estaba ahí.

Él se mantuvo firme, con los brazos pegados a sus costados.

—Amyali solicita su presencia en el salón de estrategia.

Amyali era el único, además de Regina, que podía solicitar mi presencia. Los demás podían pedirla.

—Gracias soldado, infórmele que estoy en camino.

Asintió y se fue con paso acelerado. Cerré la puerta y miré a mi esposa, seguía en la misma posición. Su figura, su rostro, todo en ella me generaban paz. Llegaría el día, cuando dejara la corona y el reino en manos de Adal, en el que podría llevarla a vivir al bosque en una casa construida bajo sus deseos, sin problemas ni amenazas de guerras, justo como ella soñaba.

Minutos después llegué al salón de estrategia. La estancia era de doble altura. En el centro había una gran mesa de madera desgastada, con un mapa de pergamino grueso extendido a todo lo largo y ancho. En la esquina derecha de fondo, en forma de pirámide, se apilaban decenas de pergaminos; tenían información nuestra, de las criaturas, mapas específicos de algunos lugares, registro de poblaciones, etcétera. Al fondo, al centro, estaba la chimenea que daba calor a todo el cuarto. Recargadas a lo largo de la pared derecha, sillas dispuestas para cuando las reuniones se volvían largas y/o tediosas. Colgado de la pared, sobre los pergaminos, lucía el único adorno de la estancia: una pintura. Más grande que las del cuarto del rey, pero era el mismo retrato de Arturo Pendragon.

Amyali estaba parado del otro lado de la mesa, con las manos recargadas en el mapa y la vista fijada en un punto. Sus barbas plateadas le daban aires de sabiduría.

—Más vale que sea importante. —Cerré la puerta.

Dio un sutil suspiro.

—Eres igual de impaciente que de joven. —No levantó la mirada.

—Tú bien sabes que algunas cosas no cambian. —Me sostuve del borde de la mesa.

Alzó la vista y me miró con sus ojos grises. Amyali era el último descendiente de Sir Galahad, por lo que era la última persona viva con ese color de ojos. Ya desde hacia varios años le había indicado/ordenado que tuviera un hijo que continuara con el linaje, pero siempre me evadía el tema excusando que su vejez no era un problema, que un día embarazaría a una mujer y la llevaría al castillo para que diera luz al niño y luego lo entregaría al consejo de sabios para que fuera instruido en lo mismo que él. Tampoco era un tema del que le gustara hablar: su familia había sido masacrada.

—Cuando te convertiste en rey, esperaba que entendieras el valor de la paciencia. —Su voz era gruesa y áspera.

Sonreí de lado.

Arctraytus 1: La Aventura de los Príncipes, el Misterio del Todo y la NadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora