Capítulo 11

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Aún estaban las dos pastillas dentro del relicario que había metido hacía más de una semana. El brillo opaco característico del metal, por dentro, se veía de un tono blanco, como si las pastillas hubieran sido manchadas con tiza.

Lo llevé al cuello y me lo puse, ocultándolo debajo de mi camiseta negra. Fui hasta mi cama y me puse una beisbolera gruesa negra con mangas blancas. Até las agujetas de mis tenis blancos y bajé a la primera planta para despedirme de mi hermano.

―¿Ya te vas? ―me preguntó más por obligación que por preocupación.

Desde que se había enterado de mis gustos, su actitud había cambiado ligeramente. Aún seguía con la mirada en el ordenador y la voz despreocupada, pero algo se sentía diferente.

―Sí. Entonces..., ¿puedo llevar tu auto?

Asintió débilmente.

Sin más que decir, fui hasta la mesa y tomé la llave que estaba al lado del teclado del ordenador. La guardé en el bolsillo de mis vaqueros negros.

―Volveré tarde ―dije.

Asintió y no dijo nada.

―No entiendo por qué estamos llevando al Maricón de Mateo ―se quejó uno de los chicos del equipo que estaba sentado en el asiento detrás―

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―No entiendo por qué estamos llevando al Maricón de Mateo ―se quejó uno de los chicos del equipo que estaba sentado en el asiento detrás―. Es más, no entiendo por qué el negrito ese está en el equipo.

―Es de ayuda ―respondió el chico que estaba sentado a mi lado, en el asiento del copiloto.

―¿En qué?

―Es bueno con los números ―le respondí, girando el volante en una avenida―. Además, esta noche nos divertiremos con él.

Eso pareció mejorar el ánimo del chico del asiento de atrás.

El cielo gruñó y una luz blanca eléctrica iluminó las calles que brillaban como si las hubieran barnizado. La casa de Mateo estaba a unas calles, cerca de una fila de árboles largos y secos que tenían la silueta de enormes manos arrastrándose hasta rozar el techo del auto.

―Qué imbécil...

Detuve el auto, haciendo que las ruedas aplastaran una ramita seca y la partieran en dos.

―¿Esto es en serio? ―dijo uno de los chicos, sonriendo mientras apuntaba con el dedo al cristal del auto―. ¿Por qué carajo lleva una camisa floreada?

Sonreí disimuladamente mientras veía cómo Mateo salía de su casa con una camisa blanca con enormes estampados de hojas verdes. Como si estuviéramos a punto de ir a la playa, aunque en realidad estábamos a punto de embriagarnos en una casa ajena.

Mateo me saludó y luego a los demás. Se sentó en el asiento trasero, haciendo que los demás ahogaran una risa y le hicieran espacio.

El camino a la casa donde nos embriagaríamos era estrecho, tanto que tuve que ver cada segundo por la ventanilla para asegurarme de que las ramas secas de los árboles no rayaran el auto de mi hermano, Adam. Las luces de los faroles brincaron cuando cruzamos la avenida inicial, una luz intensa naranja, donde en la punta estaba envuelta por una neblina densa que la hacía ver pálida.

Heaven VenomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora