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Atenea Areloux, una mujer de dos mundos, siempre ha mantenido un equilibrio delicado entre sus vidas paralelas. En la sombra, se transforma en la general de las Fuerzas Armadas de Londres bajo un alias, mient...
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Atenea Areloux. Toulon, Francia.
Todo ante mis ojos es negro. La sensación de estar viviendo en una pesadilla no desaparece incluso habiendo pasado dos días desde que la ambulancia se retrasó por el tráfico. Llevo dos días encerrada en mi habitación, gritando a las paredes, desgarrando mis nudillos contra el suelo y llorando acurrucada en la misma esquina donde él se habia quedado sentado toda una noche mientras me cuidaba.
Los aviones aterrizan en fila, sobre la pista del aeródromo francés. Militares de todas partes se bajan de manera ordenada en fila, con sus trajes y medallas puestas. Las pistas están repletas. Cientos de militares se colocan formando un pasillo frente a la puerta trasera del avión en el que estoy, esperando la bajada de Aarón.
—Queda usted, majestad —giro hacia la voz del piloto que se me ha acercado con sigilo y asiento volviendo a mirar, por la ventana del jet, al resto.
—Necesito salir por otra parte —murmuro ante el cumulo de personas que esperan impacientes mi llegada y la del ataúd—. Por favor, bájenos en otro lugar —pido sin ser capaz de mirarle.
Mis ojos se cristalizan tras escucharme.
«Bájenos» A Aarón y a mí.
Me arremango la camisa tras limpiarme las lágrimas en sus mangas y le devuelvo la mirada.
—Por favor —susurro mostrando por primera vez, desde aquel dia, la vulnerabilidad de mi mirada.
Él asiente paralizado y, con una mirada que trata de transmitirme ánimos, gira para dar las instrucciones necesarias. Minutos después, siento un leve cambio en la dirección del avión. El motor se detiene lentamente, y el jet se aparta del bullicio principal, avanzando hacia una pista secundaria, oculta de las miradas.
Las puertas se abren y el aire frío de la mañana me golpea el rostro. Me esfuerzo por contener las lágrimas mientras bajo del avión, sin que nadie más que el piloto y unos pocos oficiales me vean. Frente a mí, una furgoneta negra espera, discreta y alejada de la multitud.
El conductor, vestido de negro, se baja del vehículo y abre la puerta trasera. Me acerco con pasos pesados, con el corazón latiéndome en la garganta. Siento que la atmósfera es asfixiante, pero sé que este es el único modo de seguir adelante.
—Estamos listos, su majestad —dice el piloto con una voz suave, como si temiera romper la frágil paz que he logrado mantener.
Asiento en silencio y doy un último vistazo al avión. Dos soldados comienzan a bajar el ataúd con la bandera cubriéndolo. Quisiera gritar, detener el tiempo, pero las palabras se ahogan en mi garganta.
Entro en la furgoneta, sintiendo cómo la sombra del vehículo se cierne sobre mí, envolviéndome en la oscuridad que ya me rodea desde hace días. El conductor cierra la puerta con cuidado, como si no quisiera perturbar el dolor que llevo dentro. La furgoneta arranca suavemente, alejándose del aeródromo, y con cada metro que avanzamos, siento que me alejo más de todo lo que una vez conocí.