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Arthur caminó, a paso lento, con dirección al salón central, donde se quedó observando el desorden por un breve instante. Consumido por las imágenes que embargaban su mente, deseó escapar de la universidad y abandonar la misión que él mismo se había impuesto. ¿Quién le mandó a rescatar civiles? Había ido más allá del deber y, como resultado, lo estaba pagando caro. Miró al suelo y notó que sus botas estaban manchadas con sangre.

Era la primera vez que mataba a alguien. Y no se parecía a lo que él había imaginado. Era peor, mucho peor.

—Arthur, ¿sigues ahí? —preguntó la operadora.

Su voz interrumpió sus pensamientos. Él alzó su mirada y tomó la radio enseguida.

—¡Sí, estoy por regresar! —exclamó, mientras rumbeaba con dirección a la puerta.

—Espera—dijo apresurada—, no puedes salir de allí, han sellado el salvoconducto.

—¡¿Qué?! —respondió, poseído por el pánico—¡No pueden dejarme aquí!

—Escucha, hemos cercado la universidad. Enviaremos un helicóptero de rescate al edificio central. Si quieres salir de allí, necesito que sigas nuestras instrucciones.

Arthur guardó silencio. Cerró los ojos y tragó saliva. Su cuerpo se estremecía, ¿acaso había más de un maniático? Él sabía que, como mínimo, había uno más en la universidad. No se sentía en condiciones de enfrentarlo, ¿y si lo atrapaba con la guardia baja? ¿Tendría que matarlo a él también? Antes de ese día, había imaginado que el acto de matar no tendría ningún peso en él, después de todo, los policías no matan gente inocente. 

«Algo habrá hecho para terminar así—solía pensar que diría—, no le hará daño a nadie más»

Sin embargo, ese pensamiento no calzaba en esa situación. No comprendía lo que había llevado a esa mujer a ese estado, ni siquiera de locura, de inhumanidad. No sabía cuantos maniáticos más había en la universidad y, cuando se detenía a pensar en lo que serían capaces de hacerle, se le ponía la piel de gallina. ¿No había una mejor forma? ¿Y si intentaba reducir al próximo? Arthur miró de reojo al cadáver de la mujer. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que ella hubiera tenido mucha más fuerza que él. No tenía opción, debía obedecer las órdenes de la central, dejar de pensar en los muertos por un breve instante. Ya tendría tiempo para testificar sobre sus actos ante asuntos internos, aunque, daba por hecho, que fallarían en su contra.

—Lo haré, pero, primero, díganme por qué cerraron el salvoconducto.

Un breve silencio precedió a su pedido.

—Creemos que hay más de uno y que, de algún modo, su locura se contagia.


Departamento de investigación y docencia, Universidad Central de Westmore

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Departamento de investigación y docencia, Universidad Central de Westmore

13:40 P.M

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