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Llevaban ya varios minutos golpeando la puerta, desesperados por recibir ayuda. Sus puños golpeaban el cristal de la puerta del comedor y el mismo resistía con firmeza. Uno de ellos estaba ileso, de pie tras aquel muro casi invisible. Gritaba, insistía sin descanso, con la esperanza de que sus compañeros oyeran su clamor. No obstante, ellos estaban demasiado atemorizados como para dejarlos pasar.

Los golpes y súplicas del muchacho resonaban por el salón del comedor. Mientras tanto, Margueritte sostenía una pesada discusión con Matt, el hijo del comisario y otros alumnos que se habían sumado al debate, atemorizados, incluso furiosos ante la idea de permitirles el paso. Otros, reacios a opinar, conformaron pequeños grupos aislados en el recinto, algunos más animados que otros, pero todos igual de expectantes. ¿Cuál era su temor? Un testimonio, proveniente de uno de los estudiantes que había llegado antes de que sellaran las escaleras. Él aseguró, sin atisbo de duda, que la locura era contagiosa.

Vincent mantenía su mirada perdida en uno de los ventanales del recinto, con su atención puesta en un simple pensamiento "sobrevivir". Guardó silencio, pero de vez en cuando miraba con dirección a Olivia, quien se mantenía cabizbaja a pesar de lo que acontecía. Pensó en reunirse con Jane, pero ella había reanudado la llamada con su madre. Lo mejor, era no intervenir.

El tiempo se llevó los gritos de aquel estudiante que, con su garganta exhausta, terminó por rendirse ante la indiferencia de sus compañeros. ¿Realmente era contagiosa la locura? Él no podía entender lo que ocurría, en especial por la extraña evolución de los actos. En el salón ya no reinaba el miedo por unos cuantos desquiciados, sino por la posibilidad de perder la cordura. ¿Aquella creencia se apoyaba solo en el testimonio del estudiante o había algo más que él desconocía? Vincent se concentró en los estudiantes que esperaban fuera. Ninguno de ellos mostraba signo alguno de locura, no como decían que había ocurrido.

Los testigos de la matanza hablaban de rasgos extraños en los atacantes: muecas deformadas, sonrisas sardónicas, ojos saltones, sonidos guturales y, quizá lo más llamativo, ojos escarlata, sangrantes. No pudo identificar ninguna de aquellas características en el alumno ileso, tampoco en los heridos, quienes yacían recostados al pie del camino, debilitados por sus heridas. Uno de ellos lucía una laceración terrible en su brazo, similar a una puñalada; otro permanecía junto al camino, con sus brazos oprimiendo su abdomen, presa de un dolor incoercible; el tercer herido yacía inconsciente junto al camino, con una herida sobre su clavícula, misma que no paraba de sangrar.

—¡Abran! ¡¿Por qué nos dejan aquí?! —gritó el muchacho que lucía ileso.

Algunos estudiantes miraron con lástima, otros con miedo, ¿qué pasaría si fueran ellos los que estuvieran del otro lado? Aquella duda incomodaba a todos ellos, ¿por qué la locura de un desquiciado sería contagiosa? ¡Menudo disparate! Jane terminó con la llamada, robando la atención de Vincent en cuanto se aproximó con dirección a Margueritte, quien mantenía una acalorada discusión con el hijo del comisario. Por lo visto, él era el principal interesado en dejar afuera a los estudiantes.

Jane llamó por su nombre a la lider, quien volteó hacia ella y le sonrió de forma instintiva, un gesto actuado, carente de toda felicidad. Una mueca que antaño significó alegría se lucía en sus labios, pero algo estaba mal con ella. ¿Qué sería? Quizá, pensó ella, era el terror que destilaban sus ojos.

«¿Qué sabrá?», se preguntó Jane.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó—¿Por qué los dejamos ahí afuera?

Margueritte, cuyo nerviosismo ya trascendía sus gestos, señaló al joven Andrews como responsable de la discusión. Él resopló con indiferencia y desvió su mirada hacia un costado, hastiado por la actitud de su compañera. 

Código ZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora