La puerta al final del pasillo yacía entreabierta y un halo de luz se filtraba por ella. Arthur desenfundó su arma, no pensaba usarla, pero prefería tenerla a mano si la cosa se ponía complicada, solo por si acaso. Había un psicótico suelto y, aunque se lo había visto lejos—en el sector de salud—, nada le impedía desplazarse hasta el departamento de alumnos.
Arthur avanzó en la oscuridad, preguntándose a sí mismo acerca de la verdadera naturaleza de este incidente. ¿Qué le habría provocado la psicosis a esa persona? ¿Drogas? ¿Alguna situación límite? ¿O era un paciente prófugo del pabellón psiquiátrico? Al mismo tiempo, un mal presentimiento avanzaba a través de sus pensamientos. Algo allí no tenía sentido, ¿por qué habían cerrado la universidad completa solo por una persona?
Se acercó al final del camino, abrió la puerta con lentitud y asomó el cañón de su arma con dirección al salón. La luz tenue del lugar invadió la oscuridad del pasillo y, en breve, la puerta estuvo abierta de par en par.
La sala de espera yacía sin signos de vida, con sus sillas dispersas y con la mesa de entrada desolada. Una luz de emergencias permanecía encendida, iluminaba el recinto con un tono rojizo. Arthur escuchó un golpe, similar a la caída de un objeto sobre la madera. Un breve eco resonó y una arcada presidió a un sonido gutural que heló la piel del oficial. Un líquido se derramó sobre el piso y un gorgoteo visceral se oyó justo después, seguido por el llanto de una mujer.
El ruido provenía de la cabina tras la mesa de entradas, donde los estudiantes a cargo del edificio se reunían a descansar y a discutir las problemáticas que se les presentaban. La puerta detrás de la recepción se hallaba abierta y una sombra se proyectaba desde allí. Una persona, de pelo largo y de ropajes formales—al menos en apariencia— estaba postrada en el suelo. Junto a ella, yacía algo o alguien.
Arthur se acercó la radio a sus labios, debía reportar todo lo que ocurriera de ahí en adelante.
—Central, he dado con una refugiada, la sacaré de aquí—dijo Arthur.
—Recibido—respondió enseguida—, nuestros oficiales están revisando las grabaciones del incidente, lamentablemente se cortaron justo después de que se activara el sistema de emergencia. Parece ser, que hay más que un agresor, ten cuidado.
Aquella revelación le hizo sentido al oficial, quien determinó que la incertidumbre fue la razón por la que cerraron la universidad.
Arthur se acercó a la puerta y un olor extraño embargó su nariz por completo. Era metálico, pútrido, como ninguno que hubiera sentido antes. Se llevó una mano a la nariz y su estómago se revolvió con solo pensar en lo que podría provocar aquel hedor insufrible. Una arcada más se oyó y los gemidos guturales de una persona embargaron sus oídos. Luego, el vómito se hizo presente una vez más.
«Bueno, tú decidiste meterte aquí», se dijo a sí mismo.
Su cuerpo temblaba, ¿tenía miedo? No, era imposible, él era audaz, valiente. Del otro lado seguro había una pobre damisela en apuros, una que yacía enferma o asqueada por algún resquicio de la locura de alguno de los maniáticos. Sí, nada malo podría esperarle del otro lado. Cerró los ojos por un breve instante, sujetó su arma con ambas manos y obligó a su cuerpo a moverse con dirección a las oficinas tras la recepción.
—¡Policía! —gritó.
Pero lo que vio le hizo perder la fuerza.
Sus ojos destilaron horror y observó, por un breve instante, una terrible imagen que permanecería fija en su mente, como una foto incorruptible. Retrocedió, su estómago se revolvió y amenazó con devolver su desayuno. Su nariz se embargó de un hedor, peor al que sintió antes, incluso más intenso que la putrefacción. Notó que había pisado algo pegajoso, prefirió no fijarse en lo que era, ya podía imaginárselo. El arma en su mano tembló y su visión se tornó borrosa por un instante, sin embargo, la mujer que yacía arrodillada delante de él alzó su mirada. Se hallaba en medio de un festival de tripas y vísceras, con sus manos y ropa imbuidas en todo tipo de restos, en apariencia, humanos. Su rostro lucía familiar, cuerdo, pero no lo era realmente, no podía serlo. Ella lloraba, sus ojos estaban repletos de lágrimas y estas caían sobre el cadáver frente a sus rodillas. Pero su boca, lo que allí había desconcertó al oficial.
—¡Alto! —le gritó—¡Levanta las manos!
Alzó su voz para no parecer asustado, para que ella no se percatara de que él también estaba al borde del colapso. Sin embargo, ella no dejó de mirarlo. Vio en su rostro facciones racionales, de tristeza y terror, uno que a duras penas podía describir. Ella estaba desconsolada y asqueada, horrorizada por lo que había hecho.
—Mátame—dijo, casi como una súplica.
Ella miró sus manos, empapadas con nefastos fluidos, mismos que se habían pegado a su piel y a sus ropas.
—¡Dije que levantes las manos! —gritó, pero su voz se quebró en el último momento.
Una de sus lágrimas llamó su atención, pues esta era brillaba al rojo vivo.
—No sé por qué lo hice, yo solo... —Un sollozo la interrumpió—. Yo no quería, lo juro...
Confundido, Arthur retrocedió. Y, de pronto, el rostro de la mujer se contorsionó con un espasmo, hasta quedar deformado por completo. ¿Era aquello una sonrisa? No, era imposible. Aquella expresión macabra no reflejaba felicidad, tampoco placer, ni complacencia. Era algo más, algo que él ignoraba por completo, algo que no podría comprender. Sus facciones se habían desdibujado, numerosas arrugas se lucían en su piel a causa de la gesticulación demoníaca de su rostro. Sus ojos parecían palpitar, derramaban sangre en forma de lágrimas, llenos de ira, presos de una locura imposible. Mostró sus dientes, pero sus labios se habían replegado tanto que sus encías eran visibles por completo.
Un gruñido salió de sus labios, semejante al de un animal, pero que nunca había oído de un ser humano.
—¡¡No se mueva!! —gritó Arthur, con su voz poseída por el horror.
Su mirada se vio desbordada por voracidad, misma que se fijó en él sin mediar interrupciones ni pestañeos, y su rostro se retorció con malicia. Su respiración se aceleró y, cautelosa, se fue poniendo de pie.
—¡Dije...!
Pero ella no obedeció a sus órdenes, ni se vio intimidada por sus palabras.
Ella gritó, con un tono grave y gutural, y echó a correr hacia el oficial. ¡BAM! Un disparo penetró en el pecho de aquella mujer y su cuerpo se estremeció tras recibir el impacto. Soltó un alarido cargado de dolor, pero, aunque desaceleró por un instante, no detuvo su carrera hacia el oficial. Arthur se vio poseído por la desesperación, ¿por qué no había caído? ¡Aquello había sido un disparo limpio! Se imaginó, por un breve instante, víctima de la maniática. Entonces, su instinto de supervivencia se apoderó de su voluntad.
Perdió la cuenta de la cantidad de disparos que propinó a la mujer, sin embargo, se detuvo cuando su mirada perdió el foco. Un proyectil había impactado en su cabeza, se desvaneció y cayó a su diestra, muerta.
—¡Maldición! —fue lo primero que dijo—¡Central, he dado con una de las maniáticas!
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
No, no lo estaba. Sentía imperiosas ganas de gritar, pero no podía hacerlo. Su cuerpo temblaba, su mirada no podía despegarse de la mujer. Sin embargo, lo peor no era ella, sino su víctima: un joven que a duras penas debía superar los veinte años.
—Confirmo una víctima fatal, ella... ¡Se lo estaba comiendo!
James Lorentz: 22 años. Escuchó a la recepcionista llamarlo desde el almacén. Creyó que quería decirle algo, se equivocó.
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Código Z
Science FictionLa universidad de Westmore ha sido sitiada por personas poseídas por la locura. Vincent y Jane, tendrán que sobreponerse, sobrevivir a los infectados y mantenerse cuerdos hasta que alguien pueda rescatarlos. --------- Noticias terribles precedieron...