El amanecer trajo consigo un golpe de realidad que no podía ignorar. La costurera llegó a casa, acompañada de una brisa cálida que contrastaba con la frialdad que sentía en mi pecho. Era una mujer menuda, de rostro serio y manos rápidas, acostumbradas a trabajar con precisión. Se presentó en la sala con su caja de herramientas de costura y, tras un breve saludo, mi madre la condujo hacia mi habitación.
—Vamos, Catherine, es hora de tomar las medidas para tu vestido de novia— dijo mi madre, su tono inusualmente jovial, como si intentara disimular la tensión que flotaba en el aire.
Me senté frente al espejo, observando a la costurera desplegar cintas métricas y alfileres con una eficacia que me resultaba ajena. Mientras ella me rodeaba con la cinta métrica, intentando hacerme algunas preguntas sobre mis preferencias, no pude evitar un comentario amargo.
—No importa cómo sea el vestido—dije con una sonrisa torcida—de todas formas no quiero casarme.
El comentario cayó en la habitación como una piedra en un estanque tranquilo. La costurera me miró de reojo, claramente incómoda, mientras mi madre apretaba los labios, tratando de mantener la compostura. A pesar de la tensión palpable, me quedé sonriendo, sabiendo que era mi única manera de resistir, aunque fuera solo un poco.
La costurera continuó con su trabajo en silencio, midiendo cada centímetro de mi cuerpo con la misma precisión de siempre. Al terminar, me dirigió una mirada breve, casi compasiva, antes de decir que el vestido estaría listo en un par de días.
Mi madre, intentando mantener la ilusión, me mostró varios ramos de flores que había preparado para la boda.
—Elige el que más te guste, hija— dijo, su voz temblando ligeramente. —Y también quiero que decidas el tipo de comida para la fiesta. El señor Flores dijo que prefería que tú te encargaras de esos detalles, ya que él estará ocupado con los asuntos de la granja.
La idea de organizar mi propia boda, de tomar decisiones sobre flores y comidas para una celebración que detestaba, me resultaba grotesca. Ignoré por completo las opciones que me ofrecía y me limité a decir: —Haz lo que quieras, madre.
Mi madre suspiró, pero no insistió más. Tomó los ramos y los dejó a un lado, asumiendo la responsabilidad que yo había rechazado. Mientras tanto, mi padre, que no me dirigía la palabra desde aquella noche en la que intenté escapar, continuaba con su actitud de silencio severo. Pero para ese punto, poco me importaba. Su indiferencia era solo una de las muchas cadenas que me ataban, y aunque dolía, el dolor se estaba convirtiendo en una parte constante de mi vida.
Tal como lo prometió la costurera, dos días después regresó con el vestido terminado. Me lo probé en mi habitación, bajo la mirada expectante de mi madre. Cuando me vi al espejo, sentí un nudo en la garganta. El vestido era hermoso, blanco como la nieve, con delicados bordados que resaltaban contra la tela suave. Pero lo que vi reflejado no fue una novia feliz, sino una joven atrapada, con una tristeza que parecía haberse tejido en cada hilo de ese vestido.
Las lágrimas comenzaron a brotar sin que pudiera contenerlas. La imagen en el espejo se volvió borrosa, pero lo que más me dolía era la certeza de que ese reflejo, esa persona triste y resignada, era yo. La misma Catherine que alguna vez soñó con estudiar en la universidad, con unirse a "Los Achichincles", con una vida llena de libertad y aventuras, ahora se encontraba encerrada en una jaula de plata.
Desde aquella noche en que intenté escapar, mi padre había asegurado todas las puertas con cerrojos. Ya no podía salir sola. Si quería ir a cualquier lugar, debía hacerlo acompañada por mi madre o por él. La casa que una vez fue mi hogar se había convertido en una prisión. Y yo, su prisionera, contaba los días para mi sentencia final.
El señor Flores continuó con sus visitas diarias, trayendo ramos de flores que depositaba en mis manos con una sonrisa complacida, como si no notara el desprecio en mis ojos. Tan pronto como se iba, tiraba las flores a la basura. Eran símbolos de una relación que jamás aceptaría, intentos de adornar una jaula que yo solo veía como un lugar de sufrimiento.
Cada día que pasaba, me sentía más ahogada por las paredes de esa casa, más desesperada por la falta de una salida. Pero en el fondo de mi ser, la pequeña llama de la rebeldía seguía ardiendo, aún cuando todo parecía perdido. Sabía que debía encontrar una manera de escapar, de romper las cadenas que me mantenían cautiva. Pero el cómo y el cuándo, eran preguntas para las que aún no tenía respuesta.
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DESEOS QUE MATAN +18
RomanceObligada a casarse con un hombre que no ama, Catherine lucha por encontrar su lugar en un matrimonio que la asfixia. Pero cuando conoce a Leonardo, un joven que despierta sus más profundos deseos, Catherine se enfrenta a una encrucijada: aceptar su...