Capítulo 20: El Engaño de Castillón

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¿De qué me servían todas estas cosas? ¿Para qué me llenaban de lujos si ni siquiera podía tener lo único que anhelaba: amor y comprensión? Mis padres, los que deberían haberme protegido, solo fueron unos egoístas que me vendieron como un trofeo al señor Flores. Y ahora, atrapada en esta vida, me pregunto si alguna vez entenderé lo que es el amor de verdad. Pero ¿cómo podría, si el único hombre en el que pienso está fuera de mi alcance? Un hombre que solo vive en mi imaginación, estereotipado y lejano, como una fantasía inalcanzable. ¿Por qué no pude ser Ángela? ¿Por qué tenía que ser la esposa del señor Flores?

Esa mañana, el señor Flores salió muy temprano. Ni siquiera me di cuenta de cuándo se fue. Fue Lena quien me informó que tenía asuntos de negocios. No era sorprendente. Él vivía para los negocios, para controlar y poseer. Solo para eso. Pasé el desayuno y el almuerzo sola. Ni siquiera Rob quiso acompañarme, lo cual no me sorprendió; el resentimiento hacia mí se había vuelto algo natural entre nosotros. Toda la tarde estuve sumida en la soledad, rodeada de libros sin chiste y tratando de armar rompecabezas que no lograban distraerme del vacío que sentía. Incluso intenté escribir unos párrafos del guion que comencé cuando me casé con el señor Flores, pero las palabras no fluían. Todo se sentía forzado, carente de vida.

De pronto, el timbre de la puerta me sacó de mis pensamientos. Lena, siempre diligente, corrió a abrir. Desde mi lugar en la sala, la vi volver con un hermoso ramo de flores amarillas en la mano, junto con un tarjetón.

—Esto es para usted, señora —dijo Lena, extendiéndomelo con una sonrisa.

Tomé el ramo, estupefacta. Al leer la tarjeta, me quedé aún más sorprendida. Era de mis padres. Me pedían que fuera a una dirección en la ciudad esa misma tarde. Querían verme, tenían "conmoción" de encontrarme de nuevo. La palabra "conmoción" resonó en mi cabeza. No sentí emoción, sino más bien confusión. Después de tanto tiempo, después de haberme abandonado a mi suerte, ahora querían verme.

Pensé en no ir, pero tras reflexionar, decidí que no era lo correcto mantenerme alejada de ellos. Quizás, después de todo, no debía guardar rencor. Quizás algo podría cambiar. Le pedí a Lena que le dejara un recado al señor Flores, explicándole que regresaría más tarde, pues mis padres querían verme y yo también sentía curiosidad por encontrarlos.

Me vestí rápido y tomé un taxi hacia la dirección indicada. Era un hermoso hotel, y según la nota, debía dirigirme al quinto piso. Subí por el ascensor, sintiendo cómo la ansiedad se apoderaba de mí con cada segundo que pasaba. Al llegar al número de la puerta, toqué dos veces, pero no hubo respuesta. Pensé que quizás me había equivocado de lugar, pero revisé la nota nuevamente: era el número correcto. Volví a tocar una tercera vez, y esta vez, la puerta se abrió.

Esperaba ver a mis padres. En cambio, allí estaba Leonardo.

—¿Dónde están mis padres? —pregunté, confundida y nerviosa.

Leonardo me miró con esa sonrisa arrogante que siempre me desconcertaba.

—¿Los ves por algún lado? —respondió con ironía, haciéndome asomar la cabeza para comprobar que, efectivamente, la habitación estaba vacía.

—¿Qué haces aquí? ¿Quién me mandó esa nota? —le exigí, aún más desconcertada.

—Yo mismo lo hice —dijo él, encogiéndose de hombros con desdén—. Tu esposo será tonto, Catherine, pero no tanto.

Sentí una mezcla de enfado y curiosidad. Leonardo me invitó a pasar, y aunque lo dudé por un momento, terminé cediendo. Me senté en una silla junto a la cama mientras él tomaba asiento en el borde del colchón, observándome con intensidad.

—Necesitaba hablar contigo sobre esa carta —dijo, con un tono grave.

—¿Qué carta? —pregunté, tratando de ganar tiempo, aunque en el fondo sabía exactamente de qué hablaba.

—La que me enviaste. ¿Todo lo que escribiste en ella es real? —me preguntó, mirándome fijamente.

Bajé la mirada, avergonzada. No quería revivir ese momento, pero era inevitable.

—Sí —respondí, asintiendo con la cabeza, mi voz apenas un susurro.

Leonardo, con su mano suave, me tomó la barbilla y me obligó a mirarlo a los ojos. Volvió a preguntar:

—¿Es verdad lo que decías en esa carta? ¿Todo?

No pude mentirle. Lo era. Todo. Las palabras que había escrito con tanto dolor y deseo, el anhelo que me consumía cada vez que pensaba en él.

—No puedo evitarlo, Leonardo —confesé—. No puedo sacarte de mi mente. Desde el primer beso, desde el primer momento en que nos vimos, no puedo dejar de pensar en ti. Estoy atrapada en un matrimonio con un hombre al que no amo, al que no deseo.

Mi voz temblaba, pero seguí hablando, como si de algún modo confesarlo todo me liberara.

—Sé que son ilusiones. Deseo a un Leonardo que probablemente no exista. Es todo un sueño, una fantasía que me he inventado.

—¿Y si te dijera que ese Leonardo sí existe? —preguntó él, su voz grave y cautivadora.

Negué con la cabeza, con lágrimas en los ojos.

—No lo creo. Ese Leonardo es libre, y tú... tú no lo eres.

Leonardo sonrió tristemente y me miró con una intensidad abrumadora.

—Tú tampoco eres libre, Catherine. Pero eso no ha evitado que te desee.

Y sin más, me besó apasionadamente. Todo en mí gritaba que estaba mal, pero no pude resistirme. La culpa vagaba en mi mente, pero no lo suficiente como para detenernos. Mientras nuestras manos exploraban nuestros cuerpos, supe que estábamos haciendo algo terriblemente equivocado, pero al mismo tiempo, era lo único que había deseado en mucho tiempo.

Leonardo comenzó a desabotonar mi vestido, y yo lo dejé. Estaba perdida en el deseo más intenso que jamás había sentido. Nos desnudamos lentamente, hasta que ambos quedamos expuestos, compartiendo un momento que parecía eterno.

No hubo dolor, solo placer. Placer de estar con alguien a quien amaba. Sin embargo, la realidad pronto me alcanzó, y mi mente comenzó a gritar.

—Espera —dije, deteniéndome de golpe—. Ángela. ¿Qué hay de ella?

Leonardo me miró y, con total calma, dijo:

—Ángela y yo estamos en la misma situación que tú y tu esposo. Pero eso no significa que no podamos desear a otros.

Volvió a besarme, y aunque la culpa seguía allí, me dejé llevar. Pasamos la tarde entre caricias, besos y deseos inconfesables.

Y en ese momento, mientras estaba entre sus brazos, supe que ya no había vuelta atrás.

DESEOS QUE MATAN +18Where stories live. Discover now