Capítulo 10: Pensamientos Prohibidos

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No podía evitarlo. Aunque había pasado ya una semana desde que me casé con el señor Flores, cada día me parecía una eternidad. Desde el momento en que me vi atrapada en esta nueva vida, mi mente no dejaba de regresar a Leonardo. Su presencia, tan diferente a la de mi esposo, era un refugio en mis pensamientos. Pero ahora, casada, pensar en él era más que un pecado; era una traición que no me atrevía a confesar ni a mí misma.

—Catherine, ¿te has dado cuenta de que estás fregando el mismo plato desde hace cinco minutos? —me preguntó Lena, la sirvienta.

Volví en mí, sacudiendo esos pensamientos. Aún así, no podía negar que, aunque intentaba hacer mis deberes en la casa, mi mente solo estaba con Leonardo. Era tan obvio que no podría volver a verlo, que ni siquiera consideraba la posibilidad de buscar excusas para coincidir en los lugares donde él y mi esposo podrían encontrarse.

"Tal vez debería enfocarme en algo diferente", me dije. Así fue como decidí seguir dándole clases a Rob, el hijo del señor Flores. Aunque en un principio no me parecía más que un niño mimado, con el tiempo fui notando algo de empatía en él. Quizás buscaba una conexión conmigo, y en esos momentos, yo estaba tan hambrienta de compañía que no podía rechazar la oportunidad de una conversación que no fuera con mi esposo.

—Rob, vamos a trabajar en esas matemáticas. No es tan difícil como parece —le dije una tarde mientras él se esforzaba en resolver una ecuación.

—No entiendo por qué necesito saber esto —se quejó, lanzándome una mirada de frustración.

—Porque es importante —le respondí, recordando cómo había sobresalido en matemáticas durante la secundaria. Eso me daba cierto orgullo, ya que, en medio de mi frustrante realidad, al menos tenía algo que ofrecer.

Rob suspiró, pero continuó con sus deberes. Durante una de esas sesiones, decidí llevar la conversación a un terreno más ameno.

—Rob, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre? —le pregunté.

—No mucho —respondió encogiéndose de hombros—. Mi papá nunca me dejó hacer gran cosa aparte de trabajar en la finca.

—¿Y leer? ¿Te gusta la lectura? —insistí, buscando una chispa de interés.

—No. Mi padre solo me enseñó a leer por si llegaba a necesitarlo, pero no veo el punto. Nunca he leído un libro entero —admitió con un dejo de indiferencia.

Me dolió escuchar eso. La literatura había sido mi refugio, mi escape de la realidad, y no podía imaginar una vida sin ella.

—La literatura es la puerta a un lugar maravilloso, Rob. Es una mezcla de fantasía y realidad que te permite vivir mil vidas en una sola —dije con pasión.

—Quizás… podríamos incluir literatura en nuestras clases, si quieres —sugirió él, casi con timidez.

Una sonrisa se dibujó en mis labios. La idea de compartir mi amor por los libros con alguien me dio un respiro en medio de la monotonía.

En medio de nuestras conversaciones, Rob comenzó a mostrarme rincones de la casa que no conocía. Un día, con cierta timidez, me llevó a un vivero escondido en el jardín trasero. Era un espacio hermoso, lleno de flores de todo tipo, una explosión de colores y fragancias.

—Es de aquí de donde viene el apodo de "Flores" —dijo Rob, mientras observaba con nostalgia las plantas.

—¿Flores? —pregunté, sorprendida—. Pensé que era tu apellido.

—No, en realidad es Cázares. Mi papá usaba el apellido Flores para sus negocios. Supongo que quería ocultar su verdadera identidad —explicó, mientras pasaba la mano por las hojas de una planta.

Esa revelación me dejó perpleja. ¿Cómo había podido casarme con un hombre sin saber siquiera su verdadero apellido? La verdad es que, durante la boda, estaba tan abrumada por la situación que ni siquiera noté el nombre que se mencionó en la ceremonia. Desde entonces, todos me llamaban "señora Flores", un título que odiaba, no solo por lo que significaba, sino porque me recordaba constantemente mi nueva realidad.

Poco a poco, Rob y yo fuimos construyendo un vínculo. No sabía exactamente en qué momento sucedió, pero comencé a verlo como la única persona con quien podía convivir en esa casa. Un día, mientras estábamos en el vivero, me hizo una pregunta que me tomó por sorpresa.

—Catherine, ¿tienes algún sueño? —me preguntó, su voz llena de curiosidad.

—Muchos —respondí con un suspiro—. Pero, desgraciadamente, no todos pueden hacerse realidad.

—¿Por qué no? —insistió.

—Así son los destinos, Rob. A veces, las circunstancias no te permiten hacer otra cosa —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.

—Mi padre podría hacer cualquier cosa por ti, lo sabes, ¿verdad? —dijo, con una mezcla de resentimiento y tristeza—. Pero también admito que estoy molesto contigo.

Me sorprendió su cambio de tono, y antes de que pudiera decir algo, continuó.

—Te llamé arribista porque mi madre nunca tuvo lo que tú tienes ahora. Mi padre fue cruel y desalmado con ella, y estoy seguro de que, si hubiera sido diferente, ella podría haberse recuperado de su enfermedad —dijo, con los ojos brillando de rencor.

No supe qué responder. Las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Sabía que el señor Flores era un hombre duro, pero no imaginaba hasta qué punto. Ahora, al escuchar la historia de Rob, comprendía por qué Lena, la sirvienta, me había advertido que no lo provocara. No podía evitar sentir un escalofrío de miedo al pensar en lo que podría ser capaz de hacer.

Esa noche, el señor Flores llegó a casa más cansado y enfadado de lo habitual. Durante la cena, no paró de quejarse.

—Ese maldito de Leonardo, el hijo del presidente, está saboteando mis planes en la constructora otra vez —bufó, su rostro enrojecido por la ira.

Al escuchar el nombre de Leonardo, sentí un nudo en el estómago. Mi mente, traicionera, volvió a ese momento que compartimos, aunque fuera tan fugaz. La intensidad de sus ojos, su sonrisa...

—Catherine, quiero que organizes una cena para mañana. El presidente y su hijo vendrán a casa. Debemos arreglar este asunto de una vez por todas —dijo el señor Flores, su tono no admitía discusión.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. La idea de volver a ver a Leonardo me llenaba de nerviosismo, pero, al mismo tiempo, una parte de mí no podía evitar sentirse emocionada. "¿Qué me pasa?", pensé, luchando por mantener la compostura. Sin embargo, el simple hecho de pensar que lo vería de nuevo me hacía sentir viva en medio de esta existencia gris.

Cuando subí a mi habitación, después de la cena, me detuve frente al espejo. "Leonardo vendrá mañana", repetí en mi mente, una y otra vez, mientras mi reflejo me devolvía una mirada que apenas reconocía.

DESEOS QUE MATAN +18Where stories live. Discover now