Las ilusiones por Leonardo parecían desvanecerse, como una flor marchita bajo el sol implacable de la realidad. Me había engañado a mí misma, pensando que él era diferente. Pero al final, no dejaban de ser hombres, igual que Roberto. Y aunque en mi mente luchaba por negarlo, aceptar esa verdad era inevitable. Las noches que pasaba con mi esposo, esas noches que en otro tiempo habrían sido un tormento, se habían vuelto tranquilas. Roberto y yo leíamos juntos, aunque cada uno sumido en su propio mundo. Yo me refugiaba en mis novelas dramáticas, llorando en silencio con cada página, mientras él leía algo tan práctico como un libro sobre la mejor cosecha del año.
Me resultaba extraño, pero también liberador, que en esas noches de lectura compartida, él y yo encontráramos una paz, incluso si sus ronquidos rompían el silencio de vez en cuando.
—¿Por qué no puedes llevarte bien con las esposas de mis socios? —me preguntó una noche, mientras cerraba su libro.
—Son huecas —respondí sin mirarlo—. Solo piensan en que no se les corra el rímel.
Roberto soltó una carcajada que retumbó en la habitación, y por un momento, su risa pareció llenar el vacío entre nosotros.
—Qué suerte tengo de haberme casado con una mujer tan inteligente —dijo, aún riendo—. Tienes toda la razón. La mayoría de ellas solo busca el dinero.
—¿Como tu ex amante? —dije, sin pensarlo demasiado.
El ambiente se enfrió al instante. Roberto me miró con incomodidad, pero no evitó mi mirada. Tras unos segundos de silencio, contestó.
—Sí... pero ese no es un tema que quiero hablar.
Asentí, y volví a concentrarme en mi libro. Pero el eco de sus palabras resonaba en mi mente.
La mañana siguiente comenzó como cualquier otra. Me ocupé de las tareas del hogar, asegurándome de que todo estuviera en orden. Había encontrado consuelo en el pequeño jardín de tulipanes que mantenía. Me encantaba regarlos, eran frescos, hermosos y me brindaban una paz que parecía eludirme en todos los demás aspectos de mi vida.
—¡Catherine! —gritó Roberto desde la sala—. Ven, tengo una sorpresa para ti.
Me quité el mandil, me limpié la tierra del vestido y caminé hacia donde estaba él. Al llegar, mi estómago se revolvió al ver a mis padres.
—Les llamé para que vinieran a visitarte —dijo Roberto, sonriendo—. Ya que todo está arreglado entre ustedes, pensé que sería bueno que pasaran un tiempo juntos.
Tratando de sonreír, pero sintiéndome atrapada en mi propia mentira, los abracé. Las náuseas empezaron a retorcerse en mi estómago.
Nos sentamos a comer, y aunque la comida estaba frente a mí, no podía dar un solo bocado. La charla giraba en torno a la vida en el pueblo y las miserias que ahora lo gobernaban bajo la mano del señor Arrechi.
—Ese hombre siempre ha sido un inepto —comentó Roberto, riendo—. No sabe manejar sus propios negocios, menos sabrá cómo manejar un pueblo.
Todos rieron, excepto yo. Mi piel palideció y mi estómago se revolvió más con cada palabra.
—Catherine estaba encantada con las flores que le enviaron —añadió Roberto, dirigiéndose a mis padres—. Lástima que no nos avisaran que estaban en la ciudad.
Mis padres intercambiaron miradas confusas.
—¿A qué flores te refieres? —preguntó mi madre—. Nosotros no hemos estado en la ciudad hasta hoy.
El silencio cayó como una losa en la mesa. Roberto se giró lentamente hacia mí, su mirada dura y peligrosa.
—Catherine —dijo con un tono que no dejaba lugar a excusas—. ¿Qué flores?—volvió a preguntar mi madre.
Mi mente quedó en blanco. El mareo me embargó, y sentí que la habitación se cerraba sobre mí. Me levanté de la mesa y corrí al baño, vomitando con la sensación de que todas mis mentiras se derramaban junto con mi estómago.
Mi madre me siguió al baño.
—¿Qué te pasa? —preguntó con preocupación.
—Nada —respondí, secándome el rostro—. Solo me sentí un poco mal.
Regresé a la mesa, sintiendo todas las miradas sobre mí. Roberto no dijo nada, pero su silencio era ensordecedor. Después de unos minutos, mis padres, incómodos, sacaron otros temas de conversación, mencionando la boda de Leonardo Arrechi. Sentí un nudo en la garganta cuando escuché el nombre de su esposa, y mi náusea aumentó. Pero me obligué a mantenerme firme.
Cuando mis padres se marcharon al hotel, la tensión se hizo palpable. Roberto me miró sin una palabra mientras caminábamos hacia la habitación. Sabía lo que venía.
—Vamos a la habitación —ordenó con un tono que me puso a temblar.
Entramos, y apenas cerró la puerta, su furia se desató.
—¿Por qué me mentiste, Catherine? —dijo, mirándome con una intensidad que me helaba la sangre—. ¿Dónde estuviste? ¿Con quién estabas? ¿Tienes un amante?
Sentí que me faltaba el aire. Todo se desmoronaba frente a mis ojos, y por más que buscara una excusa, no había nada que pudiera decir.
—Yo... —empecé a decir, pero las palabras no salían—. Me inscribí a una obra de teatro.
Roberto frunció el ceño, claramente sin creerme.
—¿Te crees que soy idiota? —gruñó—. No me mientas, Catherine. No es lugar para una mujer casada.
Las lágrimas comenzaron a correr por mi rostro, pero esta vez no eran fingidas. Sentía un miedo real, un temor profundo de lo que él podría hacer.
—No quería decirte —dije entre sollozos—. Tenía miedo de tu reacción.
Roberto me miró por un momento, su furia disminuyendo al verme tan vulnerable.
—No debiste haberlo hecho —dijo finalmente—. No eres una mujer libre. Y será la última vez que confíe en ti.
Se dirigió hacia la puerta, y sin mirarme, salió de la casa. Sabía que no regresaría esa noche, pero tampoco me importaba. Mi mayor preocupación era la mentira en la que me había enredado, y las consecuencias que se avecinaban.
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DESEOS QUE MATAN +18
RomanceObligada a casarse con un hombre que no ama, Catherine lucha por encontrar su lugar en un matrimonio que la asfixia. Pero cuando conoce a Leonardo, un joven que despierta sus más profundos deseos, Catherine se enfrenta a una encrucijada: aceptar su...