Capítulo 21: Ilusiones Rotas

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Ambos estábamos acostados en la cama, mirándonos fijamente. Mi respiración aún no se había normalizado, y los pensamientos que invadían mi cabeza oscilaban entre el arrepentimiento y una satisfacción que me parecía inmoral. No podía creer lo que había pasado. Miré a Leonardo, buscando en su rostro alguna señal de lo que estaba pensando. Sin embargo, su expresión era indescifrable, tan calma, como si no hubiera hecho nada extraordinario.

—¿Por qué hicimos esto? —rompí el silencio, incapaz de contener la angustia que me carcomía por dentro—. ¿Por qué no te detuviste?

Leonardo, sin apartar la mirada de mis ojos, respondió con una tranquilidad desconcertante.

—Porque me dejé llevar por lo que siento —dijo en un tono sereno—. Sentí un deseo... un gran deseo por ti.

Su respuesta me descolocó. Lo miré sin saber si sentirme aliviada o herida. Todo parecía tan frío y calculado.

—¿Y Ángela? —pregunté, mi voz quebrándose al mencionar su nombre—. ¿Qué pasará con ella?

Él suspiró, como si hubiera esperado esa pregunta.

—Nada —respondió sin titubear—. Ángela es mi esposa de renombre, la futura madre de mis hijos y tal vez mi compañera de vida. Así lo impuso mi padre.

Sentí cómo mi estómago se encogía. Las palabras que acababa de escuchar no solo me dolían, sino que destrozaban cualquier pequeña ilusión que me había permitido soñar. Una tristeza profunda comenzó a invadirme, mezclada con una decepción que me ahogaba.

—¿Entonces por qué hicimos esto? —insistí, mi voz cargada de amargura—. ¿Por qué me dejé ilusionar como una tonta?

Leonardo me miró fijamente, su rostro ahora reflejaba una mezcla de compasión y algo más... tal vez indiferencia.

—Catherine, solo hay deseo. No hay amor —dijo, con una franqueza que me destrozó por completo.

Esas palabras fueron el golpe final. Sentí cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. Me senté en la cama, sin poder procesar del todo lo que acababa de escuchar. Mis manos temblaban mientras recogía mi ropa del suelo, y trataba de mantenerme entera.

—Bien —dije en voz baja, casi para mí misma, mientras comenzaba a vestirme—. Entonces, muchas gracias por todo.

Mientras me abotonaba la blusa apresuradamente, Leonardo me observaba en silencio. Su calma me enfurecía, me hacía sentir pequeña y vulnerable. Cuando terminé de vestirme, él habló de nuevo, con una frialdad que me hizo estremecer.

—Debes aceptar que nunca serás libre, Catherine —dijo, con un tono casi paternalista—. No puedo arriesgarme por alguien que tampoco lo es. Lo único que podríamos ser... es amantes. No hay otra cosa para nosotros.

Me detuve un momento, analizando lo que acababa de decir. Sus palabras resonaban en mi cabeza como una sentencia.

—¿Amantes? —repetí, con incredulidad—. ¿Eso es lo que quieres que seamos?

Él asintió, como si fuera lo más lógico del mundo.

—No puedo dejar a Ángela, no sería conveniente para mi familia. Pero eso no significa que no desee estar contigo.

Lo miré fijamente, tratando de entender cómo alguien podía vivir así, en esa dualidad de apariencias y deseos.

—Es una lástima que vivas sin ni siquiera soñar con la libertad —le respondí, finalmente—. Porque es hermoso cuando se vuelve realidad.

Terminé de abrocharme el vestido y me dirigí hacia la puerta. Justo cuando estaba a punto de salir, escuché su voz por última vez.

—La libertad te costará más de lo que imaginas.

Ignoré sus palabras y salí de esa dichosa habitación. Bajé por el elevador y salí del hotel lo más rápido que pude, sintiendo cómo la culpa y el odio hacia mí misma comenzaban a envolverme. Sabía que había idealizado a un hombre que jamás existió, que me había engañado, pero lo peor de todo era que me había engañado a mí misma.

En el autobús, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. No por haberle sido infiel a mi marido, sino por haberme traicionado a mí misma. Sabía que había idealizado a Leonardo, que lo había convertido en algo que no era, y ahora la realidad me golpeaba con una crudeza que no podía soportar.

Cuando llegué a casa, me tranquilicé. Entré con calma, como si nada hubiera pasado. Lena me recibió en la cocina y me miró con cierta preocupación.

—¿Cómo le fue, señora? —preguntó.

—Bien, Lena. Gracias. ¿Y Roberto? —respondí, tratando de sonar natural.

—Está de mal humor. Ya cenó y se fue a acostar —dijo, mirando el reloj de la pared—. Son las ocho en punto. Le aconsejo que le aclare dónde estaba, porque está enfurecido.

Asentí, nerviosa. Sentía que llevaba un letrero en la frente que decía lo que había hecho. Subí las escaleras lentamente, como si cada paso me acercara al juicio final. Cuando entré a la habitación, Roberto estaba en la cama, con su pijama, leyendo uno de esos libros de negocios que tanto le gustaban. Al verme, levantó la mirada, su ceño fruncido.

—¿Dónde estuviste? —preguntó de inmediato, con un tono autoritario.

Tragué saliva y, tratando de sonar segura, respondí:

—Con mis padres.

—¿Y por qué no me esperaste? —su tono era firme, pero no agresivo.

—Era un asunto privado —le expliqué—. Tenía que resolver algunas cosas con ellos. Ya hemos arreglado nuestros malentendidos, tal vez algún día podamos ir juntos a visitarlos.

Roberto me observó en silencio, como si evaluara si creía o no en mis palabras. Después de unos segundos, volvió la vista a su libro.

—Está bien, ya hablaremos después —dijo, zanjando el tema.

Me apresuré a entrar al baño. Necesitaba una ducha, no solo para lavarme el cuerpo, sino para tratar de borrar de mi piel el recuerdo de lo que acababa de hacer. Me vestí con una pijama ligera y volví a la cama. Apagué la lámpara y murmuré un “buenas noches” que se sentía vacío.

—¿Y mi beso? —preguntó Roberto, girando hacia mí.

Me acerqué a él, incómoda, y le di un beso en la mejilla.

—Buenas noches, Roberto —repetí, con una frialdad que él pareció no notar.

Me recosté, con la cabeza llena de confusión y desilusión. Había seguido a mi corazón y ahora pagaba las consecuencias. Sabía que había idealizado algo que jamás podría ser, y ese error me pesaría por mucho tiempo.

DESEOS QUE MATAN +18Where stories live. Discover now