III

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La boca me sabía del todo amarga y la misma melodía, se repetía infamemente logrando que mi cabeza no dejase de doler. Parecía ser una caja de música puesta muy cerca de mí, algo tan pequeño que retumbaba de inmediato en mis frágiles oídos.

Me recordaba al carnaval, a la infame melodía de un recuerdo, de una pesadilla que trataba de olvidar malogradamente.

Lo que me rodeaba me daba vueltas y vueltas, evitando aquella necesidad extrema de querer vomitar. El aire olía a lavanda, una de mis fragancias favoritas. Aun así, sentía que me desmayaría en un solo movimiento.

Trataba de inclinarme hacia adelante, de poder levantarme de donde fuese que me encontrase. Debía tranquilizarme, aun sabiendo que podía estar completamente cautiva.

Una vez más.

Giré la cabeza, viendo un ventanal. Era de día, el cielo azulado se veía con suma intensidad mientras parecía incluso, escuchar el sonido del mar. Las gaviotas, parecían querer introducirse dentro de aquella habitación

No estaba en Ámsterdam, de eso estaba completamente segura. Aquel lugar, ni siquiera lograba asemejarse a mi hogar.

Oía pasos ligeros, se acercaban cada uno hacia mí, mientras trataba de agarrar algún objeto inesperado con el cual defenderme rápidamente. Solo estaban las almohadas y aquella pequeña caja musical. La habitación por lo demás, estaba completamente vacía.

Sujeté la caja de música con suma fuerza, observando como la perilla de aquella puerta comenzaba a girar lentamente.

Una figura encapuchada entraba de inmediato, avalándome hacia ella.

—Te dije que terminarías odiándome por aquel golpe—susurró.

Una de sus manos me había quitado la caja de música, apagándola para que dejase de tocar aquella indeseable melodía. La otra, la utilizaba para acomodar su cabeza, viéndome.

Eran aquellos mismos ojos amarillentos, que luego de un parpadeo se volvían verdosos. Parecía ser un hombre, al menos por su voz y porte. La única información con la que contaba.

—Disculpa mis modales—me empujó—. Pero en vista de las circunstancias, será mejor que descanses. Usualmente, no tenemos muchas visitas. La mayoría, solo parece salir corriendo.

—¿Tenemos? —inquirí. Me levanté del suelo, apartándome—. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Se levantó también, sacudiéndose sus pantalones oscuros. Hacía una extravagante reverencia, quitándose su sombrero, mostrándome su lacio cabello grisáceo.

De alguna manera, sentía recordar aquella mirada. Un viejo conocido.

Lachlan.

Se quedó de pie formando una barrera para que ni siquiera pudiese escapar de ese lugar. Y mientras seguía viéndole, me daba cuenta de que posiblemente estaba devuelta en el Carnaval de Los Dieciséis.

—Me llamo Zev—se había quitado su capulla. Mostraba un rostro emblanquecido, con una muy notoria cicatriz sobre su cuello. Una línea en zigzag que se asemejaba a un muy detallado tatuaje con tinta oscurecida.

—No eres él—murmuré.

—¿De quién hablas?

—Eso no te interesa.

El Ultimo Acto de un Corazón RotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora