IX

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Los días solían ser completamente diferentes en aquel curioso sitio. Todo era mantener el orden y las habitaciones aseadas. Algunas de las chicas se encargaban de practicar sus actos y otras de tener los más placenteros sueños. Se solían escuchar ciertas melodías, bailes donde se desplazaban de un lugar al otro, mientras tomaba algo de té caliente en aquel bar.

El mismo hombre de piel oscura, tocaba algunas piezas en su piano mientras los camareros, en su mayoría diminutos elfos que no dejaban de refunfuñar, limpiaban todas esas mesas y dejaban algunas flores frescas sobre estas.

Inesperadamente, tocaba la característica melodía del Carnaval de Los Dieciséis.

—¡Dimitrio! —expresó una voz con suma firmeza.

El pianista, sobresaltado por aquella inesperada aparición tan solo dejaba sus manos sobre las teclas, afirmando con la cabeza, silenciosamente. Se levantó de aquella banqueta, haciendo una nerviosa reverencia, como si con ello tratase de disculparse.

Al girar, me encontraba con la mismísima Nerida, de brazos cruzados, con una mirada que hacía temer incluso de decirle una sola palabra. Recordaba entonces lo que se decía en los barrios bajos sobre hacer enfadar a una sirena. Aquello solía ser un riesgo inminente, la oportunidad de huir rápidamente de entre sus garras, de sus tantos canticos.

—Ha llegado un obsequio para ti, querida—en sus manos traía un consigo un bellísimo collar con incrustaciones de rubíes oscuros. Brillaba, ante las luces de aquellos candelabros colgados sobre el techo del burdel—. Aquel hombre, insiste con verte.

—¿Sigue con vida? —susurré.

—¿Lachlan? —rio—. Las ratas siempre saben cómo y dónde escabullirse.

—¿Lo sabías? ¿sabías que era él y aun así le permitiste entrar?

Me contuve al tratar de decir alguna palabra más, mientras veía entrar a Ulric y Arlian, dirigiendo ambos sus pasos hacia nosotras. El primero le daba un efusivo beso en los labios a Nerida, el otro tan solo aguardaba ver a aquella chica de alas de hada.

Me alejé, tomando aquel collar, subiendo hacia mi habitación.

Cerré fuertemente, destrozando ese accesorio lujoso con mis propias manos. Debía contener todos y cada uno de los deseos de gritar, mientras lanzaba lo que quedaba de esas gemas hacia la pared, repudiándome a mí misma por haber querido a ese maldito ser una vez.

—Pero que desastre—era la voz quejumbrosa de Arlian.

—Lárgate—espeté.

—Parece que te impactó volver a ver tu amante.

—¡No es mi amante! Y si así lo fuera, ¿por qué debería importarte?

Me sentía con la intención misma de incrustar uno de esos diamantes sobre su pecho con tal de que me dejase a solas. Fruncí el ceño con suma cautela, esperando que tan solo se retirase de mi habitación, sin embargo, se apresuró a recoger uno de esas diminutas piezas brillantes, introduciéndolas sobre la parte trasera de sus pantalones oscuros.

—Veré si me dan algunas monedas por esto—ironizó.

Por desgracia no podía llevar a cabo lo cometido, mientras cerraba la puerta sumamente despacio. Solamente podía quedarme allí inmóvil, esperando que cada uno de los latidos de mi acelerado corazón tan solo cesaran ante el hecho de salir de esa habitación y acabar con su miserable existencia.

El Ultimo Acto de un Corazón RotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora