Capítulo Diez

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Fluke notó que las manos de Electra temblaban entre las suyas.

Se las apretó con fuerza, sin dejar de mirar a su marido.

Era el hombre más obstinado que conocía, y eso que se había criado
sometido a un hombre que había redefinido esa palabra.

—Antes de que me digas que ella y yo no tenemos nada que decirnos, te agradeceré que me dejes que sea yo quien lo decida. No depende de ti.

—¿Cuándo entenderás —preguntó él en tono suave, lo cual lo hacía más peligroso— que todo depende de mí? Este es mi reino. He nacido para
gobernarlo. Mi palabra es ley. ¿Quieres que te lo demuestre?

—Sé tan cruel como desees conmigo —dijo su madre echando el brazo por los hombros de su yerno—, pero no acoses a tu esposo. ¿No ha sufrido ya bastante?

Fluke se conmovió. Había visitado por primera vez a Electra al saber que estaba embarazado.

«Cariño», le había dicho ella, «no debes de conocer muy bien a mi hijo, si crees que hay algún modo de congraciarte con él a través de mí».
«Intento congraciarme con usted, Majestad», había contestado
Fluke haciéndole una reverencia. «Aunque me gustaría mucho ser su
amigo, mi visita se debe a otra cosa».
No le dijo que quería saber la verdad, pero Electra asintió como si lo
supiera. Merendaron y tomaron té.

«El internado al que fui», le había dicho a Electra, «se tomaba muy
en serio el té de la merienda. Estábamos en Suiza y la directora era
alemana, pero nos decía que buena parte del mundo se organizaba
alrededor de un servicio de té inglés. Se refería a la parte educada del
mundo. Era algo que debíamos aprender, aunque solo fuera porque pedir que sirvieran el té durante una desagradable discusión daba a todo el
mundo la oportunidad de hacer algo, por lo que la discusión pasaba a ser
más agradable de forma automática».
«Eso explica», había murmurado Electra, «que los británicos
conserváramos el Imperio tanto tiempo».

Fluke no creía que el colonialismo se basara en el té, pero no la contradijo.

Así que se habían dedicado a tomar té con pastas.

Al levantarse para marcharse, Electra le había preguntado sonriendo:
«¿Haces feliz a mi hijo? No creo que sea capaz de serlo, pero me pregunto si has podido convencerlo de que podría serlo, de que existe una
remota posibilidad».

Fluke se había encogido de hombros.
«No lo sé».

Después de aquel primer encuentro, se habían vuelto a ver dos veces.

Y Fluke tenía la intención de hablar a Ohm de su madre.

No lamentó que se hubiera presentado allí esa noche, por muy
furioso que estuviera.

—Nos vas a hablarle de mi padre —dijo él fulminando con la mirada
a Electra.

Fluke, sin pensárselo dos veces, se levantó como si quisiera interponerse entre Ohm y su madre, por si fuera necesario, aún sabiendo que él se lo tomaría muy mal.

Así fue. Lo miró muy ofendido.

—Es tu madre, Ohm —le recordó él—. ¿Cómo has podido olvidarlo?

Él dio un paso hacia su esposo y a éste se le detuvo el corazón. No se creía que fuera un hombre tan frío y distante, aunque se comportara así a
veces.

Sabía que no era así.

Era el hombre que se había convertido en su amante.

Era el hombre que seguía obsesionado con la absurda idea de que le había mentido sobre su virginidad, pero al que a veces, cuando creía que
estaba dormido, descubría mirándolo con ternura.

Pasión  sin amor. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora