Puedes cambiar tu destino

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Miorine despertó de golpe y se encontró a sí misma acostada en un futon y viendo hacia el viejo techo de madera. Le costaba trabajo dominar su respiración entrecortada, las lágrimas no dejaban de caer por sus ojos, de su garganta salió una especie de gañido con una voz que no era la suya.

Trató de ordenar los pensamientos en su agitada mente. Había realizado una travesía agotadora para llegar a un altar en el corazón de las montañas y tomar el kuchikamizake. Al hacerlo, cayó por un abismo que parecía no tener fin mientras por su mente pasaban los recuerdos de...

— ¿Suletta?

Volteó a verse las manos, ante sus ojos estaba aquella piel morena. Se paró intempestivamente y buscó el espejo. Miró esas extremidades demasiado largas, el cabello rojo enmarcando una cara redonda con gruesas cejas y esos ojos verdeazules.

"¡He vuelto a ser Suletta!"

Volvió a llorar, esta vez de felicidad. No pudo evitar abrazarse a sí misma. Era lo más cercano a abrazar a Suletta aunque no de la manera que ella hubiera deseado.

La cabeza aún le daba vueltas, el aluvión de recuerdos que había presenciado se iban disipando de su mente como si fueran parte de un sueño muy confuso. Sin embargo, había retenido lo más importante. Ahora sabía lo que tenía que hacer.

Respiró hondo y se enjugó las lágrimas mientras se ponía el uniforme. Era momento de salvar al pueblo y ninguna fuerza humana ni de ningún tipo podrían detenerla. Pero primero, había algo que tenía que hacer.

Salió, atravesó el pasillo y llegó ante la puerta del cuarto de la hermana mayor. En vez de tocar, abrió lentamente para no hacer ruido. El cuarto se encontraba completamente oscuro. Alcanzó a distinguir la figura de Ericht en su escritorio, dándole la espalda. Tenía audífonos puestos y estaba más interesada en acomodar un robot de plástico en su escritorio que en cualquier otra cosa. Aún llevaba puesta su pijama y su cabello lucía descuidado.

Miorine se le acercó lenta y cautelosamente hasta colocarse justo detrás de ella. Respiró hondo, estiró su brazo y le propinó un fuerte golpe con la mano extendida en la parte de atrás de la cabeza. La pelirroja lanzó una exclamación más de sorpresa que de dolor y se giró en la silla. Antes de que pudiera decir o hacer algo más, Miorine la agarró del cuello de la camisa.

—¡No vuelvas a hablarle así a Suletta! ¿Me entendiste?

A la otra se le resbalaron los audífonos. Sus ojeras eran más profundas que la última vez que Miorine la había visto y tenía los ojos azules inyectados de sangre. Parecía que no había dormido en un buen rato.

—¿E...res la princesa de la capital?—preguntó arrastrando las palabras.

—No me gusta que me llames así— le reclamó.

Así que Ericht la había reconocido, perfecto, podría ahorrarse las explicaciones.

— Supongo que ya te enteraste del problema en el que estamos y de lo que le dije a Suletta. ¿No hubiera sido mejor que me dieras un puñetazo en la cara? ¿O acaso no sabes formar un puño?

Miorine gruñó, la soltó del cuello de la camisa y se cruzó de brazos.

—No sabes lo mucho que me gustaría golpearte, pero no vale la pena.

En vez de sentirse intimidada, Ericht puso los ojos en blanco y se recargó en el respaldo de la silla.

— Entonces lo mejor que puedes hacer es no meterte en nuestros asuntos.

Mio tuvo que usar todo su autocontrol para no cumplirle a la otra su deseo de recibir un puñetazo en la cara.

—No pienso perder el tiempo con eso, de todas maneras, tu madre no logrará nada porque todo este pueblo será destruido.

Más allá del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora