Capítulo 9: El Eco del Silencio

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Martín se despertó temprano, como solía hacer, pero esa mañana algo pesaba en el aire. El ruido leve de la ciudad entrando por la ventana abierta le parecía más distante, como si el mundo se moviera en un compás diferente al suyo. Giró en la cama y se quedó mirando el techo, sintiendo el vacío que, a pesar de todo lo que tenía, aún lo perseguía.

Con un suspiro, se levantó y fue directo a su pequeña cocina. El café, como siempre, era su ritual para comenzar el día. Mientras el aroma llenaba el departamento, Martín dejó que su mente vagara. Pensó en los diseños que lo esperaban en la editorial, en las guitarras que descansaban en la esquina de su sala, y en Clara... pero rápidamente sacudió la cabeza. Hoy no quería pensar en eso, en la confusión que le generaba. Hoy era solo sobre él.

Terminó su café y, con la taza aún en la mano, se acercó a las guitarras. Las cuerdas brillaban bajo la luz de la mañana, como si lo invitaran a tocar, a perderse en ese otro mundo donde las palabras no eran necesarias. Pero no tocó ninguna. Algo lo frenaba, como si el silencio fuera más cómodo que la música ese día.

Martín se puso una chaqueta, tomó su bolso y salió a la calle, dispuesto a enfrentarse a la rutina. Caminó sin prisa, observando a la gente que comenzaba su día, cada uno con sus preocupaciones, sus pequeños universos. Se preguntó si ellos también sentían ese vacío de vez en cuando, esa sensación de estar incompleto.

Llegó a la editorial donde trabajaba, un espacio siempre bullicioso, lleno de conversaciones y proyectos que parecían no detenerse. Su trabajo como diseñador gráfico le daba satisfacción, pero últimamente notaba que algo le faltaba. Se sentó frente a su computadora y revisó los archivos pendientes. Entre ellos, destacaba uno: la portada de un libro que había estado diseñando, uno que se resistía a tomar forma.

—Martín, ¿tienes listo el boceto para el nuevo proyecto? —preguntó su jefe al pasar por su escritorio.

—Casi —respondió Martín, sintiendo la presión en su pecho.

Sabía que debía entregar algo, pero no lograba encontrar la inspiración. La portada debía reflejar el tema del libro: una historia de superación personal, de encontrar el verdadero yo. Era irónico, pensó, que tuviera que diseñar algo tan cargado de significado cuando él mismo no sabía quién era realmente.

Después de algunas horas, Martín decidió que necesitaba un respiro. Cerró la computadora y salió de la oficina, caminando hacia la cafetería cercana. Necesitaba escapar del ruido interno, del constante zumbido en su cabeza que le recordaba que había algo que aún no había resuelto.

La cafetería estaba tranquila, con el suave murmullo de conversaciones y el tintineo de las tazas. Martín se sentó en su mesa habitual, junto a la ventana, y pidió un café. Miró el libro que había traído consigo, su eterno compañero: El principito. Lo había leído incontables veces, pero siempre volvía a él, como si las palabras de Saint-Exupéry guardaran una clave que aún no había descubierto.

"Lo esencial es invisible a los ojos."

Esa frase resonaba en su mente. A menudo, se aferraba a esa idea, recordándose que lo que importaba no era lo que veía, sino lo que sentía. Pero últimamente, ni siquiera lo esencial parecía estar claro para él.

De repente, el sonido de su teléfono vibrando sobre la mesa lo sacó de sus pensamientos. Era un mensaje de su padre, alguien con quien no hablaba mucho. Había sido un hombre exigente, siempre esperando que Martín fuera perfecto, sin errores. Su relación con él nunca había sido fácil, y cada vez que su nombre aparecía en la pantalla, Martín sentía un nudo en el estómago.

—"Martín, ¿tienes tiempo para hablar esta semana? Hay algo que quiero discutir contigo."— decía el mensaje.

Martín lo leyó varias veces, sin responder. Sabía lo que su padre quería hablar: la presión constante para que siguiera con el negocio familiar, algo que Martín había rechazado hacía años para dedicarse a la creatividad, a su mundo de diseño y arte. Su padre nunca lo había entendido, y cada conversación con él siempre terminaba en el mismo lugar: el fracaso que sentía por no haber seguido el camino esperado.

—No hoy —murmuró Martín, dejando el teléfono a un lado.

El café llegó, y mientras lo bebía, pensó en todas las veces que había evitado esa confrontación. La sensación de que su vida no estaba alineada con las expectativas de su padre lo perseguía desde que había tomado la decisión de ser diseñador. Aunque disfrutaba de su trabajo, de la libertad creativa, siempre había algo que lo hacía dudar de si había tomado la decisión correcta. ¿Qué habría pasado si hubiera seguido el camino que su familia esperaba de él? ¿Habría encontrado esa paz que tanto buscaba?

Martín pasó el resto de la tarde en la librería, su otro refugio. El olor a libros viejos, el sonido de las páginas al pasar, todo le daba una calma que no encontraba en otros lugares. Recorrió los estantes, tocando los lomos de los libros como si cada uno guardara una respuesta que aún no conocía. Sin embargo, incluso en ese espacio que tanto amaba, sentía la incomodidad creciendo.

Al final del día, regresó a su departamento. Se dejó caer en el sofá, mirando las guitarras que aún no había tocado. Sabía que el vacío que sentía no desaparecería con una simple melodía. Era algo más profundo, algo que venía de dentro y que tenía que enfrentar tarde o temprano.

Tomó El principito y lo abrió al azar, sus ojos cayendo en una de sus citas favoritas:

"No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos."

Martín cerró el libro y suspiró. Quizás lo esencial estaba ahí, justo frente a él, pero aún no estaba listo para verlo. Tal vez, pensó, lo que realmente necesitaba no era buscar respuestas en los libros o en las expectativas de los demás, sino en sí mismo.

Y por primera vez en mucho tiempo, dejó que el silencio lo envolviera, sin huir de él.

El ritmo de dos corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora