Capítulo 12: El Último Año

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Martín caminaba lentamente hacia la entrada de la casa, con el estómago revuelto por la ansiedad. Frente a él se alzaba una mansión majestuosa, tan imponente como la recordaba. Los altos muros de piedra blanca relucían bajo la luz de la tarde, rodeados de árboles frondosos que delineaban el camino de entrada. Al fondo, el jardín, cuidado hasta el más mínimo detalle, se extendía como un tapiz verde interminable, con rosas de distintos colores que bordeaban los senderos. Años atrás, este lugar había sido su hogar, pero ahora sentía que estaba frente a un espacio que ya no le pertenecía.

Se detuvo frente a la puerta, dudando. El simple hecho de estar allí lo hacía sentir vulnerable. ¿Qué pasaría esta vez? ¿Su padre lo recibiría con el mismo desdén que siempre o habría cambiado? Martín respiró hondo, intentando calmar el nudo en su estómago. Levantó la mano y tocó el timbre.

No pasó ni un minuto cuando la puerta se abrió de golpe, y allí estaba Marcela, la mucama que lo había criado desde pequeño, casi como una segunda madre.

—¡Martín! —exclamó ella, sus ojos llenos de sorpresa y emoción, y lo abrazó con fuerza—. ¡No puedo creerlo!

Martín le devolvió el abrazo, sintiendo una calidez que había olvidado.

—Hola, Marcela —sonrió con dulzura—. Te extrañé.

—Yo también, mi príncipe —respondió ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Ay, perdón, perdón. Pasa, pasa. Cuéntame todo, ¡han pasado años!

Martín entró, observando el vestíbulo que le era tan familiar. A su alrededor, los muebles antiguos y los cuadros de familia seguían en su lugar, como si el tiempo no hubiera pasado. Las escaleras de mármol, los espejos con marcos dorados, el enorme candelabro colgando del techo. Todo era igual, y sin embargo, nada lo hacía sentir como antes.

—Perdón por no venir más seguido... —comenzó Martín, pero Marcela lo interrumpió con una sonrisa pícara.

—No hace falta disculpas, Martín. Sabes que sé todo lo que pasa por tu cabeza.

Martín rió suavemente, sabiendo que era verdad.

—Siempre me olvido de ese pequeño detalle —respondió él, con una sonrisa más relajada.

—Lo importante es que estás aquí ahora —dijo Marcela, señalando el salón—. Pero dime, ¿cómo has estado? ¿Sigues con ese trabajo de diseñador gráfico?

—Sí, me va bien... creo que finalmente estoy empezando a encontrar lo que quiero.

—Sabía que lo harías. Siempre fuiste un muchacho que sabía lo que buscaba, aunque te costara un poco llegar —dijo Marcela, orgullosa.

Martín iba a seguir contando más, pero antes de que pudiera hacerlo, su rostro se ensombreció.

—¿Dónde está papá? —preguntó con nerviosismo.

Marcela lo observó unos segundos, captando la tensión en su voz.

—Pensé que nunca lo dirías. Él debería estar llegando en cualquier momento —respondió ella con una sonrisa, pero justo en ese instante se escuchó el motor de un auto aparcando afuera—. Hablando del demonio... Ese debería ser tu papá.

Martín sintió cómo el tiempo se detenía. Los segundos que siguieron parecieron eternos. Podía escuchar los pasos lentos y seguros de su padre acercándose a la puerta principal. Y entonces, el sonido de la cerradura girando resonó en la casa.

La puerta se abrió lentamente, y allí estaba él. Su padre, con un sombrero oscuro y una bufanda de lana, elegante pero intimidante. Vestía un sobretodo negro y zapatos de cuero que resonaban con cada paso, su energía seria y de autoridad llenando la habitación. Se detuvo al dejar su sobretodo en el perchero y, al girarse, vio a Martín.

—Hola, hijo. Pensé que nunca más vendrías —dijo con sarcasmo.

—Hola, padre —respondió Martín secamente—. ¿Cómo estás?

El padre lo miró, sin darle tiempo para una respuesta real.

—¿Sigues trabajando de diseño gráfico? —preguntó, ignorando su saludo.

—Sí, me va muy bien, por suerte —respondió Martín, intentando mantener la calma.

—¿Muy bien, eh? —replicó su padre, sin emoción—. Hay algo de lo que quiero hablar contigo. En privado —añadió, lanzando una mirada a Marcela.

—Uy, justo me olvidé de algo en la cocina —dijo Marcela con una sonrisa, mientras se retiraba discretamente—. Los dejo solos.

—Vayamos a mi oficina —dijo su padre, comenzando a caminar sin esperar a que Martín lo siguiera.

Martín lo siguió, con una mezcla de intriga y resentimiento. No sabía qué esperar de esta conversación, pero el tono de su padre y su súbita seriedad lo ponían en guardia.

La oficina seguía siendo igual: paredes de madera oscura, una enorme biblioteca y el gran escritorio donde su padre había tomado decisiones toda su vida. Martín se sentó, esperando que su padre comenzara.

—¿De qué quieres hablar, padre? —preguntó, su voz cargada de inquietud.

El hombre se sentó frente a él, apoyando las manos sobre la mesa con calma.

—Iré directo al grano, como siempre he sido —dijo, su tono serio—. Me han descubierto un cáncer en el páncreas. Los médicos dicen que me queda alrededor de un año de vida.

El mundo de Martín se detuvo. Las palabras de su padre le cayeron como una roca.

—¿Pero... es en serio? —preguntó Martín, en shock.

Su padre lo miró fijamente, sin desviar la mirada.

—¿Alguna vez te mentí? —respondió, con frialdad.

Martín no supo qué decir. Sintió cómo su garganta se cerraba, y su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar.

—Padre, ¿qué vas a hacer? —preguntó finalmente.

—Responderé tus preguntas después. Ahora te llamé por otra razón —dijo su padre, mientras sacaba unos papeles de su escritorio—. Estoy haciendo mi testamento, y quiero saber si estás interesado en lo que es mío.

Martín lo miró sin saber cómo reaccionar.

—¿Qué quieres decir?

—Primero escucha —lo interrumpió su padre—. Hay condiciones. Quiero que te hagas cargo de la empresa familiar, que te mudes de nuevo conmigo durante este año que me queda, y que me acompañes en mi último tiempo de vida. Si decides que no lo harás, hay una cuarta condición: cuida a Marcela cuando yo ya no esté.

Martín se quedó en silencio. La montaña de emociones y decisiones que había evadido durante años ahora se le presentaba de golpe, en un solo momento.

—Padre... puedo acompañarte este año, puedo mudarme, pero no puedo prometer que me haré cargo de la empresa. Estoy empezando a organizar mi vida. Finalmente siento que estoy encontrando lo que me faltaba, pero necesito tiempo para pensarlo —respondió Martín, nervioso y confundido.

Su padre asintió, su mirada perdiendo algo de la frialdad habitual.

—Está bien, hijo. Tienes un año para pensarlo, o poco menos. Y si decides que no lo harás, solo te pido que cuides a Marcela. Eso es todo lo que necesito saber.

Martín, todavía en shock por todo lo que acababa de escuchar, asintió.

—No hace falta que lo pidas —dijo, consternado por el cambio en la actitud de su padre.

—Ahora podemos hablar —dijo su padre, suavizando su tono—. Hablemos de lo que nunca pudiste decirme.

Martín lo miró, sabiendo que finalmente tenían una oportunidad para decirse lo que ambos habían callado durante tanto tiempo.

Al terminar la conversación, Martín dejó la mansión con el corazón en un puño, y sin pensarlo, caminó hacia la librería. Sabía que necesitaba hablar con Clara, pero no estaba listo aún. Al llegar a la puerta, se detuvo, respiró profundamente y, por un momento, solo se dejó llevar por el silencio de la tarde.

El ritmo de dos corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora