sangre

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La sangre caía lentamente desde sus nudillos, gotas gruesas que se perdían entre las baldosas grises del suelo. Katsuki Bakugo respiraba con pesadez, el sonido de su respiración el único eco en la sala, roto solo por los gemidos ahogados del hombre que yacía a sus pies. Cada golpe que había lanzado, cada puño cerrado que impactaba contra el rostro desfigurado, lo hacía con la misma precisión que siempre, pero con una intensidad creciente, como si no pudiera detenerse. No hasta que todo quedara en silencio.

Pero entonces, una voz. Un murmullo bajo que, en cualquier otro lugar, habría pasado desapercibido. Aquí, en este sótano húmedo y oscuro, donde la desesperación impregnaba el aire, resonó como una sentencia.

—Ya es suficiente, Katsuki.

El sicario alzó la vista, la mandíbula apretada. Frente a él, de pie en la sombra, estaba Izuku Midoriya. Los ojos verdes del líder de la mafia lo miraban con calma, esa calma que siempre conseguía desarmarlo, aunque nunca lo admitiría en voz alta. Había algo en la forma en que lo observaba, con ese aire tranquilo y seguro, que siempre había logrado detener su rabia, su vorágine interna que lo devoraba cuando perdía el control.

—¿Qué quieres, Deku? —preguntó, usando ese apodo que solo él podía utilizar sin que hubiera consecuencias. Pero su voz no era desafiante, no en ese momento. La rabia se disipaba lentamente, sustituida por algo más, algo más profundo que solo él podía sentir cuando Izuku estaba cerca.

Izuku avanzó, pisando con cuidado sobre las manchas de sangre. No tenía prisa. Nunca la tenía. Se acercó hasta estar frente a Bakugo y lo observó con detenimiento. Lo conocía lo suficiente para ver más allá de la violencia, más allá de la furia que quemaba en sus ojos. Katsuki Bakugo, el sicario más temido de toda la ciudad, solo mostraba ese rostro a unos pocos. Solo a él.

—Esto no tiene por qué ir más allá —dijo Izuku suavemente, sus dedos rozando la muñeca ensangrentada de Bakugo. Ese simple toque bastó para hacer que el aire entre ambos cambiara, tensándose con una energía latente, casi palpable.

Bakugo respiró profundamente. Sabía que Izuku tenía razón. Siempre la tenía. Y, en el fondo, esa seguridad lo atraía, lo mantenía anclado a algo más que la sangre y la violencia. Lo mantenía atado a él.



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La primera vez que se habían encontrado no había sido bajo las circunstancias habituales. Ni una simple reunión de negocios ni un cruce casual en las calles. Había sido durante una emboscada, una trampa cuidadosamente orquestada por alguna banda rival que había intentado acorralar a Bakugo en un callejón estrecho, bajo la luz de un farol que parpadeaba. Siete hombres, todos armados, habían rodeado a Bakugo, pero él no estaba intimidado. De hecho, había sonreído.

Había comenzado a luchar, sin miedo, sin vacilar, porque esa era su naturaleza. Pero entonces, una sombra había aparecido detrás de los atacantes, moviéndose con una velocidad y gracia que incluso a él lo sorprendieron. Uno a uno, los hombres comenzaron a caer, sin siquiera saber qué los golpeaba. Y, en medio del caos, lo vio. Izuku Midoriya, con un cuchillo en una mano y una pistola en la otra, avanzando con una precisión que solo alguien en el poder podía tener.

Sus ojos se encontraron por primera vez en medio del combate, pero no había sido una mirada cualquiera. Había sido un reconocimiento. Una chispa.

—Parece que te divertías —había dicho Izuku cuando el último cuerpo cayó.

—No me hace falta tu ayuda —gruñó Bakugo, limpiándose la sangre de la cara con el dorso de la mano.

—Lo sé. —Izuku había sonreído entonces, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Una sonrisa calculada.

Oneshot's BakuDekuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora