Chiara Oliver:"Encargada de la sección de plantas de exterior, acuda a zona de cajas, por favor"
La voz monocorde y metálica que rompió el silencio por medio de la megafonía me hizo sobresaltar y pronunciar un insulto sin un destinatario definido, haciendo que perdiera pie y mi equilibrio bien trabajado decidiera ausentarse de la partida. Quedé de rodillas sobre aquel montón de tierra en el que hasta dos segundos antes estaba cavando el hueco necesario como para plantar uno de los árboles frutales que acabábamos de recibir, transportado desde algún rincón remoto del mundo al que pagaría por poder escapar.
Suspiré mientras me ponía de nuevo en pie, llevando la mirada a las perneras de mis pantalones vaqueros. Eran los terceros que ensuciaba a lo largo de la semana, y maldije entre dientes, porque si algo odiaba más que mi lugar de trabajo eso era poner la lavadora. Tener que tender para luego destender, las manos enfriándose bajo la tela mojada, no podía soportarlo. Y ni hablar de la plancha, por supuesto. Pocas cosas compartía tanto como la huelga que la gente de mi edad había puesto en marcha sin necesidad de llegar a acuerdos. Los menores de 30 no planchábamos nuestra ropa, y yo no podía ser más feliz con esa nueva convención social impuesta por la fuerza de la repetición de un hábito.
Miré a mi alrededor mientras caminaba en dirección a la línea de mostradores de cobro que se divisaba al fondo de la nave. Aquel local monstruoso, que se hacía llamar a si mismo vivero, llevaba siendo mi "oficina" desde hacía tres meses. Aprecié con desencanto la estructura metálica del techo, las tejas de contrachapado, la iluminación artificial, la humedad creada a base de vaporizadores de agua y termostatos inteligentes, y reí entre dientes con cinismo. Vivero, una mierda.
Si alguien me hubiera dicho siete años atrás, cuando inicié la veintena, que los estudios de jardinería y paisajismo que estaba a punto de comenzar me iban a servir para trabajar como empleada en una cadena comercial de tiendas de vegetación situada en un polígono, habría salido corriendo lo más lejos posible. Para una persona como yo, el trabajo soñado se alejaba todo lo posible del que ejerzo en este momento. Pero, en fin, así es la vida, y las fantasías no pagan el alquiler.
Por eso me vi desde fuera, con mi polo verde estampado con la publicidad del lugar, pasando al otro lado del mostrador que separa al comprador del esclavo, desde el que alguien debía de haberme llamado por alguna cagada que seguro he tenido que cometer.
- Dime, Clara, ¿qué pasa esta vez?
- Este señor dice que los frutales tenían una pegatina de mitad de precio – mi compañera, que, a diferencia de mí, no tenía preferencias entre trabajar de cajera aquí, en un Mercadona o en las taquillas del metro, me puso al tanto mientras no dejaba de mascar su consabido chicle de fresa.
- Los de la temporada pasada, si – me forcé en no mirar aquel trozo de plástico comestible y suspiré, porque estaba harta de señoritos de traje que se volvían agarrados como ratas cuando se trataba de pagar más de un euro por una planta – Este de aquí es de los que acabamos de recibir, no está rebajado.
- Deberían preocuparse por etiquetar mejor sus productos, esto es una falta de profesionalidad vergonzosa – y tuve que morderme la lengua para no contestar como quería a aquel saco de remilgos y mala baba, que, para colmo de males, llevaba una pulsera en la muñeca que le identificaba como militante de cierto partido de extremistas.
- Dígaselo al jefe, yo soy una simple jardinera – me auto rebajé de categoría a posta, sabiendo que tipos como aquel no se dignaban a discutir con subordinados.
- ¿Podría poner una hoja de reclamaciones, señorita?
Y al ver como volvía a dirigirse a mi compañera, todo su interés en mí perdido bajo la tierra que me oscurecía las rodillas, me permití una sonrisa falsa como una moneda de tres euros y me alejé de allí, rezando para que las dos horas que me faltaban para terminar el turno pasaran lo más pronto posible.