CAPÍTULO 11: La ausencia de música

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Chiara:

-          ¿Me pones dos cervezas, por favor?

Si alguna enseñanza he rescatado de mis años de universidad para continuar aplicándola en la vida adulta, esa son las noches de diario que transcurren al refugio del rincón más oscuro de un bar, arreglando el mundo en voz alta mientras las rondas van llenando el espacio libre de las mesas y el volumen de las conversaciones se va elevando, encendiendo los ánimos y haciéndonos sentir poco menos que el Che.

Mis mejores recuerdos de la facultad transcurren en lugares así, en los que la atmósfera está viciada de humo, música indie y poster de los años 80 desde los que los ídolos de tiempos pasados nos sonríen con nostalgia, quizá envidiosos de una juventud que ya no les pertenece.

Ahora, con dos pintas en las manos, me dispongo a colonizar uno entre miles de todos los garitos como este que he frecuentado a lo largo de mi vida, en esta ocasión, acompañada únicamente por un vasco de ojos rasgados que observa con expresión soñadora la pantalla de su móvil mientras espera mi regreso.

-              ¿Esa cara de tonto es por el chico de tu cita del otro día?

El pobre lo intenta, y suelta el teléfono como si de pronto ardiera en cuanto me escucha burlarme de él en toda su cara. Intenta disimular y borrar de sus labios ese gesto de fascinación, a toda velocidad, sin conseguirlo. Debería saber ya que nos conocemos demasiado como para que los viejos trucos de trilero funcionen entre los dos.

-              Yo no tengo cara de tonto.

-              Martin...

Un sorbo a mi bebida, en un forzado y tenso silencio que pretende hacerle comprender que no tiene alternativa a confesar, le basta para darse por vencido y resoplar con fuerza, no queriendo alargar el momento del cotilleo y a la vez, muriendo por contármelo.

-              Fue muy bien, ¿vale? Mejor de lo que esperaba, en realidad.

-              ¿Pero...? – porque la sombra que se asoma para saludarme a través de sus pupilas no cuadra con el hecho de haber vivido una primera cita tan fantástica como se apresuró a afirmar que había sido a lo largo de los mensajes que intercambiamos a la mañana siguiente.

-              Pero vive dentro del armario, Kiki. Un armario tan profundo que llega a Narnia, por lo menos.

Asiento, valorando sin necesidad de que tenga que explicarlos los motivos que le tienen así, en esta mezcla difusa de ilusión y hastío. No es precisamente el tipo de persona que acostumbre a esconder su realidad, nunca se ha manejado así, y que se esté siquiera planteando la opción de hacerlo ahora me hace comprender que el tal Juanjo es más importante para él de lo que puede parecer a simple vista.

-              Bueno, dale tiempo. Todos pasamos por ahí, y lo mismo solo necesita un poquito de confianza.

Como única respuesta, agota la mitad del vaso de una sola sentada, y devuelve el móvil al interior de su chaqueta, dispuesto a desconectar por un rato de lo que es seguro que le lleva atormentando el día entero. Le mantengo la mirada, ensombrecida de una manera que no le pega ni un poco, hasta que sus facciones se relajan poco a poco, devolviéndome al chico alegre y empático que siempre ha sido, y que ahora, cambia su expresión por una mucho más pícara, haciéndome temblar a mí.

-              ¿Y qué pasa con tu misteriosa fotógrafa?

Ahí está, el tema estrella que he sido capaz de ir sorteando desde nuestro último encuentro, hasta acabar en esta especie de callejón sin salida del que no voy a poder escabullirme. No pienso ni intentarlo, no merece la pena el esfuerzo cuando sé perfectamente como va a acabar el interrogatorio.

Oniria e insomnia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora