Violeta:"Baja cagando leches, que estamos en un vado".
El mensaje, claro, conciso y sin espacio para las segundas interpretaciones, me hace soltar un quejido por su desfachatez mientras me doy toda la prisa que puedo en agarrar la maleta de mano, las gafas de sol y las llaves de casa, con las que aseguro la cerradura justo antes de dejarme trotar por la escalera sin querer esperar el ascensor por los posibles daños que Ruslana pueda causarle a mi cuerpo si se me ocurre hacerle esperar un segundo más de lo necesario.
El olor a una lluvia incipiente, que comienza a taladrar la acera con cientos de gotas diminutas, me recibe al poner los pies en la calle, donde echo un vistazo a mi alrededor para encontrar el coche de mi mejor amiga, que tal y como esperaba, se encuentra detenido a menos de diez metros de mí con los warning encendidos en un lugar reservado para la carga y descarga de mercancías. Corro hacia allí, poco dispuesta a mojarme la ropa justo antes de coger un tren de cinco horas de trayecto, y acomodo mis pocas pertenencias en el maletero antes de dejarme caer en el asiento de atrás.
- Gracias, gracias, gracias – desde allí, me inclino hacia delante para dejar una serie interminable de besos de abuela sobre la mejilla de la mujer rebelde que intenta apartarse de mí con un gesto de profundo desagrado – Buenos días, Nerea.
- Hola, Violeta – corresponde con una expresión totalmente opuesta la reciente pareja de la medio ucraniana al único beso que dejo sobre su cara.
- Ya puedes invitarnos a desayunar, es lo de menos después de hacernos madrugar para llevarte a la estación un sábado a estas horas– refunfuña la otra, incorporándose al tráfico sin querer perder un segundo más antes de poder tener delante un café caliente que le temple el cuerpo en esta mañana desapacible de abril.
- Está hecho, gruñona.
El compromiso al que llego con ella muere bruscamente en mis labios mientras me acomodo en el hueco del medio, entre los dos asientos delanteros que ocupan ambas, tan tiesa como si de repente me hubieran clavado un palo de escoba en el medio de la espalda. Porque Ruslana acaba de detener el coche en el semáforo en rojo que regula el tráfico de la esquina de mi bloque, dando paso a los peatones que aguardaban pacientemente para poder cruzar la calzada.
- ¿Qué te pasa que te has puesto pálida de repente?
Peatones entre los que se encuentra, para mi más profunda sorpresa, Chiara. Chiara, enfundada en unas mallas negras de deporte, una sudadera ajustada a su cuerpo estilizado, y la melena recogida en una coleta alta custodiada lado a lado por unos auriculares de diadema de color rosa.
- ¿A mí? Nada, no sé por qué lo dices – intento disimular como mejor puedo, porque no me puede estar pasando esto a mí. Me niego a que este par de dos pueda descubrir de esta manera absurda que la morena que ahora mismo cruza sin fijarse en nosotras por delante del capó del coche, es la misma por la que me llevan preguntando días enteros.
Pero Ruslana, oliendo la sangre como un tiburón hambriento sin prestarle ya atención a mis excusas, clava sus ojos en los míos a través del espejo retrovisor, mientras que a mí se me escapa una mirada sumamente inoportuna hacia delante, hacia la escena que transcurre frente a nosotras al otro lado del cristal.
Mirada que no puedo evitar echarle al comprobar que la tormenta arrecia, empapando su pelo y su ropa, haciendo que la tela se pegue más allá de lo humanamente posible a cada palmo de su anatomía mientras se apura por alcanzar la seguridad del portal. Y yo, yo recupero sin quererlo el olor que sé que desprende ahora mismo, tierra mojada, vegetación bañada en rocío, verde y agua entremezclándose en medio de tanto asfalto.