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El sonido del viento acariciaba suavemente las cortinas de la ventana. La casa estaba silenciosa, y en la sala, Feli estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas, sus ojos fijos en un punto indefinido en la pared. El silencio que la rodeaba solo acentuaba el peso que sentía en el pecho. Desde la caída, todo parecía haber perdido color, y el dolor físico se había desvanecido mucho antes que el emocional.
Mía, su nombre real aunque todos la conocían como Iza en los escenarios, entró en la sala, observando a Feli desde la entrada. La había visto así tantas veces en las últimas semanas, su habitual sonrisa apagada, y su energía, antes vibrante, consumida por la tristeza. Respiró hondo antes de acercarse, sabiendo que no iba a ser fácil hablar con ella.
—Feli... —comenzó Mía suavemente, acercándose para sentarse a su lado—. ¿Cómo te sientes hoy?
Feli giró la cabeza lentamente hacia ella, su mirada vacía. Ya no lloraba tanto como antes, pero eso no hacía que el dolor fuera menos palpable.
—No lo sé, Mía —susurró Feli, pasando una mano por su rostro cansado—. Sigo sin poder creer que pasó. Lo teníamos tan cerca... Y de un momento a otro, lo perdimos.
El dolor en su voz rompió el corazón de Mía, quien se acercó más, extendiendo una mano para tomar la de Feli.
—Lo sé, mi amor —murmuró Mía, su pulgar acariciando suavemente los nudillos de Feli—. Pero no fue tu culpa... Fue un accidente.
Feli apretó los labios, como si estuviera conteniendo algo. El recuerdo de cómo sucedió todo la perseguía cada noche. Habían ido juntas a la playa esa mañana. Todo parecía perfecto. Feli estaba emocionada, ya con cuatro meses de embarazo, y las olas parecían calmarla. Pero en un momento, mientras caminaba distraída por la orilla, Feli tropezó con una roca oculta bajo la arena. El impacto fue brutal. Cayó de espaldas, y aunque al principio pensó que solo sería un susto, en el hospital les dieron la peor noticia: había perdido al bebé.
—Si no hubiera ido ese día... Si hubiera sido más cuidadosa... —Feli cerró los ojos con fuerza, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con salir—. Yo lo sentí, Mía. Sentí cuando lo perdí.
—Feli, por favor no te castigues más por eso —dijo Mía con firmeza, aunque su voz temblaba ligeramente—. No pudimos haberlo evitado. No sabíamos que estaba ahí esa maldita roca. No fue tu culpa.