1. Llamado

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El sueño se había vuelto recurrente. Apenas apoyaba la cabeza en la almohada, comenzaba a oír el llamado:

—Ven, elegido mío. Ven a mí.

Cuando la súplica se volvía irresistible, el estudiante se despertaba de un salto, echaba una mirada alrededor, azorado, y se acostaba de nuevo al ver que todo parecía normal.

Esa noche, sin embargo, la voz era particularmente insistente, y no desapareció. El joven volvió a levantarse y se asomó al ventanal. La luna, casi llena, iluminaba la noche, de modo que podía ver a la perfección el camino que llevaba al corazón del bosque.

—Ven, por favor.

Para su sorpresa, la voz no provenía de afuera. El estudiante giró la cabeza y, al oír de nuevo la llamada, se alejó de la ventana para dirigirse a la puerta.

Se asomó al claustro: estaba vacío y silencioso, como era de esperar a esa hora. El muchacho apoyó la punta de un pie y luego el otro, y avanzó, descalzo, entre las columnas de mármol. Las palabras se sentían en los oídos —ya no dentro de la mente—, cada vez menos suplicantes, más imperativas:

—Ven a mí, elegido mío. Esssstoy essssperándote.

Se detuvo delante del laboratorio de Biología Sobrenatural. La puerta estaba abierta. El joven entró. La luz de la luna que se colaba por las altas ventanas del aula le permitía distinguir los muebles. Se deslizó entre los bancos de madera y las mesas de trabajo hasta llegar al fondo, donde se encontraban los frascos de muestras disecadas. Una puerta que no había visto hasta el momento le llamó la atención gracias al resplandor amarillento que escapaba por las rendijas. El estudiante apoyó la mano en la madera y empujó.

El cuarto tenía todo el aspecto de ser un depósito. No tenía nada de especial, excepto por las jaulas y peceras con animales vivos. Todos dormían.

—Elegido mío.

Se sobresaltó al oír el llamado tan cerca. A sus espaldas, en un rincón, junto a la única vela, una niña de más o menos diez años lo miraba dentro de una jaula.

—Sssssálvame, por favor.

Era pequeña, muy delgada. El rostro pálido lo miraba fijo, detrás del cabello enmarañado. Algo en aquellos ojos redondos y oscuros desconcertó al estudiante, que quedó paralizado frente a ella.

—Déjame salir.

Hipnotizado, el joven obedeció. Avanzó dos pasos, se agachó, extendió la mano hacia la puerta de la jaula y soltó la traba. No llegó a reaccionar cuando la niña se lanzó a su cuello dado que, clavándole los afilados caninos en la tráquea, le impidió gritar. El silencio de la noche se vio interrumpido apenas por unos quejidos gorgoteantes.

A la mañana siguiente, lo primero que vio el profesor de Biología Sobrenatural desde la entrada del laboratorio fue la puerta abierta del depósito. Enseguida enfiló los pasos hacia allí, sin preocuparse de ordenar las sillas, pasar la escoba ni ninguna de las tareas con las que solía cumplir sin falta todos los días.

El espectáculo que encontró en el depósito era un desastre. A pesar de que no era la primera vez que pasaba, siempre se sorprendía y se asqueaba. Un jovencito que no pudo reconocer —hacía menos de una semana que habían comenzado las clases, y todavía no recordaba los nombres de todos sus estudiantes— yacía a medio comer en medio de un reguero de sangre. Aquí y allá, restos de vísceras y carne desperdigados comenzaban a emanar un olor desagradable, que, con seguridad, era lo que estaba alterando al resto de los especímenes.

La culpable de todo aquello descansaba panza arriba a un costado, y se sobresaltó al oír el reto:

—¡Pero qué has hecho!

La criatura se despertó de un salto y, al reconocer al hombre, se acurrucó en un rincón del fondo con expresión culpable.

—Tenía hambre...

El profesor se quitó los lentes y se refregó los ojos.

—Una noche te dije que esperaras. Una noche.

—Lo sssssiento...

—No sé cómo voy a explicar esto ahora.

—Lossss rumoressss de fantasssmasss...

—No, no —interrumpió él—. Basta de eso. Hay que pensar en otra cosa.

Miró el reloj que llevaba en el bolsillo y continuó:

—Los estudiantes están por levantarse. En seguida vuelvo.

—¿A dónde vassss?

—A buscar algo para limpiar este desastre. Mientras tanto, te vas a meter en la jaula y te vas a quedar ahí hasta que yo te diga.

—Pero, papá...

—¡No me cuestiones, Escila!

No leas en voz altaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora