11. Cicatriz

1 0 0
                                    

Los perros ladraban muy cerca. Flora trepó un poco más hasta que encontró una hondonada para esconderse. Se acurrucó en el rincón más oculto, se abrazó a la estatuilla y cerró los ojos en un intento por contener las lágrimas.

Estaba rodeada. Los cazadores se acercaban y ella ya no tenía a nadie que la protegiera: su hermana mayor se había quedado atrás para darle tiempo para huir, al igual que su madre, antes, y su abuela antes que ella. Era la última de su pueblo, la última de un linaje de guardianas del culto a la Diosa. Su misión era salvar lo que quedaba de su cultura, y estaba a punto de fracasar.

Solo quedaba una salida: rendirse para que la Diosa se salvara. En el mismo lugar donde estaba, junto a un pequeñísimo helecho, la niña escarbó la tierra lo suficiente para formar un hueco en el que entrara la efigie.

—Lo siento, mi señora.

En cuanto terminó de cubrirla, se levantó, lista para alejar lo más posible a la partida de allí. Se secaba el rostro con el dorso de la mano cuando sintió el temblor. Asustada, salió como pudo del hueco y resbaló hacia abajo, a medida que la tierra se elevaba bajo sus pies.

Afuera, los cazadores se habían detenido con los rostros consternados vueltos hacia arriba. Los perros, alterados, ladraban sin cesar, adelantándose y retrocediendo a destiempo. El promontorio en cuyo interior se había escondido Flora se elevaba veloz, arrastraba las rocas, los árboles, los arbustos, y espantaba aves y mamíferos.

La niña cayó entre unos arbustos. El dolor de los golpes, sumado al temblor, le impidieron ponerse de pie, por lo que optó por permanecer escondida. Ante sus ojos, la tierra seguía elevándose sin parar, y comenzaba a adoptar una forma definida. El promontorio se convirtió una cabeza, mientras que lo que venía debajo se movía y bullía y tomaba la forma de un cuello, unos hombros, torso, cintura, hasta tomar la figura completa de una mujer.

La muchacha abrió los ojos al máximo, incapaz de dar crédito. La mujer volvió el rostro hacia ella, ahora formado con tanto detalle que llegaba a distinguirse la hondonada, que le atravesaba la mejilla izquierda como una cicatriz. Le sonrió brevemente y se dio vuelta hacia los cazadores. Extendió una mano; el suelo se abrió bajo los pies de los hombres y los perros, y se los tragó.

El bosque volvió a la normalidad con la misma velocidad con que se había alterado. Flora quedó sola, rodeada, ahora, de un silencio denso, apenas interrumpido por las pisadas de los animales que regresaban o el silbido de un pájaro. Indecisa, miró alrededor y dio un paso hacia adelante. Un objeto duro le lastimó el pie. Sorprendida, bajó la mirada y encontró, medio enterrada entre el pasto, la estatuilla de la Diosa.


No leas en voz altaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora