10. Torre

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Cuando pisó el primer peldaño, la escalera no le había parecido tan alta. El conde se detuvo y miró hacia arriba. ¿Cuánto tiempo había estado subiendo? ¿Una hora? ¿Hora y media? El final no parecía más cerca que al principio. Solo las estrechas ventanitas que aparecían cada veinte o treinta escalones le permitían saber que avanzaba. De vez en cuando, el lamento de la doncella, todavía lejano, le recordaba su objetivo. El caballero respiró unos segundos más y continuó el ascenso.

Mucho después, no sabía cuánto, casi de noche, volvió a detenerse. Para su sorpresa, el ejercicio no hacía mella en su cuerpo, pero sí en su mente. Esta vez, miró hacia abajo. La entrada había desaparecido hacía mucho, mucho tiempo. Sobre él, la escalera caracol seguía y seguía, y no parecía tener fin.

Solo al subir el peldaño siguiente, el eco de unos pasos, acompañado por el conocido entrechocar de una armadura, le hizo saber que había otro caballero en alguna parte. Y supo, también, en ese momento, que la torre era infinita.

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