No leas en voz alta

12. Amanecer

—¿Y?

—¿Y, qué?

—¿Funcionó?

—¿Vos ves que se haya levantado alguno? ¿Cuántas veces lo recitamos ya, tres?

—Supongo.

—Me parece que lo anotaste mal.

—¡Lo anoté bien! Mi hermana lo revisó.

—Entonces, no sé, capaz estaba mal en el libro. Si no hizo efecto a la primera, dudo mucho que resulte a la cuarta, quinta, o decimosexta vez. Estoy cansada. Me voy a dormir.

—A mí me parece raro esto. Yo me quedo hasta el amanecer; me traje los apuntes para estudiar. De cualquier manera, no creo que pueda dormir.

—Como quieras, avisame si pasa algo. ¡Ja, ja, ja!

—Muy graciosa.

...

—Pst.

—...

—¡Pst!

—...

—¡Despertate, carajo!

—¡Qué pasa! ¡Me asustaste!

—Hablá en voz baja, que nos pueden escuchar.

—¿Qué pasa?

—Se levantaron. ¡Se levantaron, entendés! ¡Los vi!

—¿¡En serio!? ¿Y cómo es que tardaron tanto?

—Ni idea, supongo que estar metido en una caja de madera o tapado cinco metros bajo tierra no ayuda mucho.

—Puede ser. Che, ¿Y esos gritos?

—Dejame ver.

—...

—Mierda. Entraron a la escuela.

—¿Qué?

—Entraron a la escuela. Se están metiendo en los cuartos.

—No te puedo... Dejame ver.

—...

—¡No te puedo! ¡Nos tenemos que ir!

—Apoyo la moción. Vestite y nos vamos.

—Lo que no entiendo es cómo es que son tantos. ¿La invocación no estaba diseñada para levantar solo los muertos hasta donde llegara la voz?

—Sí, pero... lo recitaste como tres veces. Gritaste fuerte, ¿no te acordás?

—Ah.

—Y tu voz no es lo que se dice suave.

—Mierda.

—¿Terminaste? Se están acercando.

—Sí, sí. Rajemos.

...

—Miremos el lado positivo, igual: por lo menos, nos salvamos de dar el final de Cálculo de Pociones.