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Llueve a cántaros

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Llueve a cántaros.

El autobús frena a la entrada de Galway y me levanto. Antes de bajar el primer escalón, me cubro la cabeza con mi abrigo, bajo y lo primero que mis botas encuentran es un gran y hondo charco. Gruño y salgo disparada. Gotas heladas caen, como si los mismísimos ángeles estuvieran llorando por mi alma. En saltos y brincos, llego al pequeño refugio y me detengo a respirar. Tengo la camiseta pegada a mi piel, estilando y pesada, y mi cabello no deja de gotear. Con la poca paciencia que me resta, espero a que escampe dentro del refugio.

Empieza a oscurecer y se me eriza la piel al recordar lo ocurrido. ¿Cómo pude ser tan bruta de emborracharme al filo del acantilado? Ahora en verdad estoy metida en un grave problema, pues acepté pactar con el Diablo y dudo que él se haya olvidado de mi apresurada decisión. De seguro, el rato menos pensado vendrá por mí. Ni siquiera tengo a quién contarle.

La lluvia al fin cesa, cierro mi abrigo y emprendo camino en dirección a casa. Mientras doy pasos lentos a través de la estrecha vía de piedras que conduce a mi barrio, disfruto del delicioso aroma a pavimento recién mojado. Camino un par de cuadras más y llego.

Mi casa puede ser la más sencilla, pero es la más linda del barrio. Plantas trepadoras decoran las paredes exteriores y en la entrada, mamá luce sus tulipanes rojos, blancos y violetas, en unos maceteros con forma de gnomo. De pequeña, siempre les tuve miedo. Sus caras son horribles, como la del payaso maldito de It.

Miro hacia la ventana de la cocina y veo sombras moverse detrás de la cortina. Mamá y papá de seguro están preparando la cena. Abro la verja del jardín y me dirijo hacia la puerta.

De seguro me van a regañar por haberme desaparecido todo el fin de semana. Toco con recelo y, al no recibir una respuesta, golpeo con más ímpetu. No sé si merezca volverlos a ver. No debí haber venido. Podía haberlos llamado y dicho que tuve un inconveniente y haber regresado a Dublín, pero no quería estar sola en mi departamento, no después de todo por lo que viví esta mañana. Respiro y vuelvo a darle un toque a la puerta, esta vez con un poco más de fuerza.

—¿Quién es? —al fin grita mi madre desde adentro con su típica voz de gallina culeca. Me la imagino limpiándose las manos en su delantal descolorido rosa y arreglándose el cabello, mientras camina hacia la entrada.

—Soy yo, mamá, Keira.

La puerta se abre de par en par y mamá se lanza para abrazarme. Sus delgados brazos aprietan tan fuerte de mi espalda que casi me deja sin aliento. Sonrío y le devuelvo el abrazo. Ella me suelta y me estudia de pies a cabeza.

—¿Dónde te has metido, hija? He llamado a Allene y a Eric y ni ellos me han contestado. ¡No me vuelvas a hacer eso! —Ella acaricia mi cabello y lo acomoda detrás de mi oreja. Quisiera poderle contar lo que ellos me hicieron, pero mamá es una persona muy complicada. Me echará la culpa a mí—. ¡Dios mío! Estás estilando. Y demasiado delgada, hija. Mira esas ojeras que te cargas. Tú lo que necesitas es un buen caldo de gallina.

Rosas Negras y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora