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Despego los ojos, gracias al gran dolor que tengo en la garganta, como si me la hubieran lijado en carne viva y con una de esas máquinas eléctricas para pulir madera

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Despego los ojos, gracias al gran dolor que tengo en la garganta, como si me la hubieran lijado en carne viva y con una de esas máquinas eléctricas para pulir madera. El techo da vueltas sobre mí. Joder, no sé cómo llegué al hotel ni cómo estoy tan bien acostada y tapada... y, demonios, cambiada de ropa.

Intento alzar mi cabeza, pero las fugaces luces de la lámpara rotan y rotan y vuelven a rotar, y la náusea se hace cada vez más presente y pesada en mi garganta. Estoy en la mierda. Arrugo la frente y ojeo al reloj de mesa. Son las cuatro y dos de la madrugada.

Genial, aún me quedan varias horas para poder recuperarme. Resoplo y vuelvo a recostar mi cabeza sobre el almohadón. Giro sobre mí misma, para ponerme de lado, y me topo con el bendito Diablo, bien campante acostado junto a mí y sobre las cobijas, vestido en pijamas de seda negra y con una bata roja.

—No puede ser —murmuro.

El demonio abre los ojos y me regala una sonrisa de canalla.

—Vaya noche que me diste, querida. —Él se sienta y prende la lámpara de mesa—. Muerdes la manzana con más ganas que Eva y, venga, ¡me encanta!

Entrecierro los ojos, habituándome a la brillantez de la luz blanca. Solo una razón explica que yo esté cambiada de ropa y con el Diablo recostado junto a mí.

—¿Lo hicimos?

—¡Qué no hicimos, querida!

El demonio coloca una almohada contra el espaldar y se acomoda, cruzando las piernas a la altura de los tobillos.

—Pero... —comento, confundida, pues no recuerdo cómo llegué aquí.

—¿Por dónde quieres que empiece a relatar lo sucedido en nuestra primera noche de desenfreno, lujuria y perdición castigada por Dios? —El demonio lleva un dedo a su labio inferior y me observa de pies a cabeza con un brillo en sus ojos que no me deja más opción que concluir que hemos cogido—. Te has lucido anoche. De verdad. Nunca me imaginé que fueras así de confianzuda.

Me encojo de hombros, tratando de recordar algo, aunque sea una momentánea imagen de su cuerpo sudando sobre el mío, pero no. Solo recuerdo... Uy, el beso, qué vergüenza.

—Me jodí.

—Y de qué manera —responde—. Ponte cómoda, que lo que te voy a contar te puede causar un infarto. Es muy difícil ser la misma, después de semejante erótica velada que tuviste con el hombre más deseado y precioso del planeta. No te culpo.

—Ahórrate los elogios y ve al grano, ¿quieres?

—Me gusta ir despacio, querida, ¿no lo recuerdas? —pregunta y se soba el labio inferior con su dedo índice. Lo miro con incredulidad y él se pone en pie, camina hacia mí y me sirve un vaso de agua.

Me bebo casi todo de un bocado, mientras pienso en cómo defender mi honor.

—Lo que sucedió anoche fue un error —suelto y observo lo divertido que a él le resulta verme entrar en la desesperación—. Te lo aseguro. Estaba tomada. Y nunca, en sano juicio, me acostaría contigo.

Rosas Negras y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora