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Velas rojas, verdes y doradas yacen sobre la mesa del comedor, decorando al hermoso mantel que bordó mamá

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Velas rojas, verdes y doradas yacen sobre la mesa del comedor, decorando al hermoso mantel que bordó mamá. Utensilios de plata reposan sobre las servilletas de lino verdes, igualmente diseñadas por ella. Y, más bello aún, la vajilla navideña que heredó mi padre de sus abuelos, con pinceladas de oro en los bordes, acaba por darle ese toque familiar a la mesa. Y, obvio, no puede faltar el "tarara, tarara, tarararará" de la música del fondo, volviéndome loca.

No la aguanto, porque se clava en mi subconsciente y después paso todo el día, todos los días, hasta medio año, entonando a su pegajoso ritmo.

Regreso para ver y, en la sala, los padres de Caleb están sentados junto a papá, conversando sobre política y otras cosas que nunca me llamaron la atención. Kevin y Emma, por otro lado, están recostados sobre el suelo, boca abajo, tratando de adivinar qué hay dentro de los regalos que están bajo el árbol. Yo, en cambio, ayudo a mamá a sacar al pavo del horno, mientras Caleb bebe vino, apoyado contra el mesón y sin hacer nada.

—Andas muy cómodo, ¿eh? —digo—. Ayúdame.

—Soy el invitado. —Ríe—. Está bien, no me veas así. ¿En qué la puedo ayudar?

—Lleva la ensalada a la mesa, ahora, súbdito —respondo, bromeando.

—Como usted ordene. —Caleb hace una pequeña reverencia y se dispone a hacer lo que le pedí.

—¡Listo! —exclama mamá, esparciendo mantequilla sobre el cuero dorado del pavo—. Vamos a la mesa.

Salimos de la cocina y caminamos al comedor. Mamá coloca el pavo en el centro y, con una gran sonrisa de oreja a oreja, dice:

—Vengan todos a la mesa y ¡Nollaig shona daoibh!

A pesar de los problemas que ayer tuve con mi madre, la cena pronto se convierte en una de mis favoritas, mientras conversamos y bebemos, riendo.

Después de devorarme el pavo, el arroz, la ensalada de batata y el vino, como si no hubiese comido en años, espero por el postre, ansiosa para al fin darles la sorpresa a los padres de Emma.

Mamá se pone en pie y va a por su delicioso y único pudín de queso. Cuando termino el delicioso postre, me vuelvo para ver a la mamá de Emma y le digo:

—Quiero ayudar a Emma, ¿si me lo permiten?

—¡Keira! —exclama la mamá de Emma—. Tú siempre tan dulce y preocupada. Descuida, no tienes por qué molestarte, basta con tu cariño.

Mamá coloca la cuchara sobre el plato, aún con comida en la boca, y me clava la mirada, abriendo los ojos de par en par y negando con la cabeza. Papá se frota la barbilla. No me importa. Allá ellos si no me creen. Yo deseo salvar la vida de Emma. ¿Y si no? Pues al menos lo intenté.

Miro a Emma y ella me sonríe. Sus rizos dorados caen con soltura sobre sus delgados hombros. Y, aunque pálida y débil, sus ojos azules reflejan un tipo de felicidad que me es ajena; esa felicidad de sentirte viva y dichosa, pese a que sabes que, quizá, sean tus últimos días.

Rosas Negras y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora