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Me preparo un sándwich de mortadela y subo por las gradas, saltándolas de dos en dos

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Me preparo un sándwich de mortadela y subo por las gradas, saltándolas de dos en dos. Cuando llego a mi recámara, abro la puerta de un solo empujón, con el único deseo de encontrar al demonio sentado, cruzado de piernas al pie de mi cama y riendo como todo el canalla que es, pero aquí no hay trazo de él.

Decepcionada, mastico un trozo de sándwich, analizando cada pared, cada esquina, cada rincón, pero no, aquí no hay nadie. Ni siquiera una visión. Ni un inesperado apagón. Ni un asqueroso olor a huevo podrido.

Nada.

Termino mi sándwich, suspiro y me tumbo sobre la cama boca abajo.

De seguro a las tres de la madrugada aparece. ¿Para qué quiero que se asome? Pues para decirle que ya lo he superado, casi, a Eric. Ahora sí que estoy en esto de servirle al cien por ciento.

Mientras espero su llegada, Caleb cruza por mis pensamientos. Joder, lo he olvidado y ya son casi las once de la noche. Lo telefoneo y él contesta, con una voz ronca:

—Háblate, Keira. ¿Para qué soy bueno a estas horitas?

—Perdón por llamar tan tarde, ¿vienen mañana? Di que sí, por favor, tengo una gran sorpresa que darles.

Caleb bosteza.

—Sí, claro, ahí estaremos a las siete en punto.

—¡Ay, qué emoción! No puedo esperar hasta mañana... besos.

Cuelgo, salgo soplada de mi cuarto, entro en el de mis padres y me tumbo al pie de la cama, junto a Kevin, quien juega con su dispositivo y con una concentración increíble. Puede estar acabándose el mundo y él nunca lo sabría.

—¡Sí vendrán! —exclamo.

—Qué bien, hija, me alegro —comenta mamá.

Me siento con las piernas cruzadas frente a ellos, quienes están ya acostados, y me empiezo a sacar los cueritos de mis labios con los dientes. Es ahora o nunca, o morir en el intento. Me armo de valor y abro la boca para hablar.

—Mamá, papá, tengo algo que confesarles.

Mamá se retira los lentes y me clava la mirada.

—No me saldrás con que estás embarazada de ese desvergonzado.

—No. —Pongo los ojos en blanco—. Obvio que no.

—¿Entonces? —pregunta ella, arrugando la frente.

No sé por dónde empezar, así que voy directo al grano.

—Soy millonaria.

—Ay, eso ni vos te lo crees —exclama mamá, se coloca los lentes y continúa leyendo la Biblia.

—Apostemos —le reto.

Papá niega con la cabeza, incrédulo.

—Si eres millonaria —interrumpe Kevin—, quiero que me compres uno de esos robots que se pueden programar con el teléfono. Lo harás, ¿cierto?

Rosas Negras y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora