LA INVITACIÓN

14 2 0
                                    

Siempre me daba cuenta de las veces en que Incinea salía de su habitación

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Siempre me daba cuenta de las veces en que Incinea salía de su habitación. Solía ser muy silenciosa, pero yo había aprendido a interpretar el delicado toque de sus pies sobre el suelo; o el sonido que provocaba el roce entre los pliegues de su vestido; o el suspiro sutil que devolvía el eco de las paredes cada vez que pasaba frente a la puerta de mi habitación. Casi parecía detener allí sus pisadas un segundo para, finalmente, salir corriendo hacia el oscuro pasillo. El aire que entraba bajo la rendija de mi puerta llegaba colmado de aquel delicioso aroma a miel silvestre que me volvía loco.

Ese día estaba decidido a invitarla a ir más allá del jardín de los espíritus. Así que esperé un tiempo prudencial y salí. Supuse que Incinea sabía que iría tras ella, pero aquello era una especie de ritual: ella salía primero, a hurtadillas, y yo la seguía a escondidas hasta el jardín. Nadie podría haber dicho alguna vez que paseábamos juntos dentro del castillo. Ni siquiera el Ama había logrado descubrirnos, o al menos eso creíamos. A esa mujer nada se le escapaba, era como si pudiera ver y oír tras las paredes. Sería una enemiga difícil de eludir aunque, por suerte para nosotros, ese no era el caso.

De camino al jardín, me encontré con Seraphine. La mujer notó mis pasos acelerados y mi mirada inquieta. De haber sido otra persona, probablemente no lo hubiese notado, en cambio, se hubiese apartado del camino o hubiese huido lejos.

—Astra, detente ahí —dijo con el ceño fruncido y la voz carrasposa.

Me detuve en seco y todo el cuerpo se me congeló. Ella tenía ese efecto en mí, jamás me negaría a cumplir una de sus órdenes directas. Esperé a que el Ama volviera sobre sus pasos para verme de frente.

—¿A dónde vas? Si la señora Delilah o Alister te ven vagando libremente por el palacio, te echarán al bosque. Debes ser más discreto.

—Lo sé, Seraphine. De hecho, en este momento iba de camino a los jardines. Probablemente me aventure en las cercanías del bosque. No te preocupes, no causaré problemas —dije, pero ella no relajó el ceño. Me mantuvo la mirada firme hasta que me le acerqué y le besé la frente. Fue un movimiento tan veloz que no pudo presentar resistencia. En cambio, abrió gigantescos los ojos y la piel arrugada del rostro se le tornó roja. Corrí y no entendí nada de lo que dijo a continuación. Me sentía un niño, como cuando huía de sus clases de matemáticas. Mi padre no había podido contratar a una institutriz para que me instruyera y la señora Delilah no me permitía acompañar a Alister a sus clases. Así que el Ama hizo un gran esfuerzo por educarme. Lamentablemente, por sus propias limitaciones, fue un aprendizaje muy superficial, apenas un poco de cada cosa. Algo de literatura, de matemática e historia. Luego intenté leer libros de la biblioteca, pero el bosque me llamaba y jamás lograba leer más de un capítulo completo. Además, ¿de qué me hubiera servido? Mi vida era el bosque, el lenguaje de los animales y una única regla: sobrevivir. Pronto tendría que volver, así que debía aprovechar cada momento en el palacio o, más bien, con Incinea.

El día fuera del castillo parecía perfecto. Estaba despejado, no había humedad y la brisa era cálida. Miré hacia el bosque unos momentos antes de entrar en el jardín. Las copas de los árboles se movían al compás del viento y se escuchaba el trino de las aves.

Cuando traspasé el portón de hierro, vi a Incinea. Se encontraba sentada sobre un banco de piedra cubierto de líquenes. Tenía la espalda encorvada sobre una hoja de papel y, de cuando en cuando, alzaba la cabeza para observar la estatua del fauno. La escultura tenía una postura muy orgullosa ese día, apenas perceptible para el ojo entrenado. Los espíritus podían realizar algunos movimientos, pero no serían jamás demasiado notorios.

Intenté acercarme cautelosamente para no asustarla, pero, en realidad, ella ya sabía que me encontraba allí.

—Te demoraste más de lo usual —dijo sin quitar la vista de su dibujo. Se trataba de un grafito muy expresivo—, ya me estaba preocupando —agregó y, esa vez, levantó la mirada para clavarme aquellos hermosos ojos azules. Estaba sonriendo.

Sentí que se me acaloraban las orejas.

—El Ama me entretuvo de camino aquí. Me regañó por estar merodeando en los pasillos —dije mientras me sentaba junto a ella.

—Tiene razón en regañarte —Incinea apartó la hoja de su regazo un momento para desperezarse. Arqueó la espalda hacia atrás y alzó los brazos sobre la cabeza. No pude evitar notar el pliegue de sus senos, justo allí donde se unen entre sí. Además de la sutil elevación de sus curvas y los relieves del corpiño que se sugerían bajo los satenes del vestido azul claro. Volteé la mirada avergonzado y esperé que no se hubiera dado cuenta.

—¿Te encuentras bien? —preguntó y me miró con los ojos abiertos y la cabeza de lado. El cabello le caía en cascada sobre el hombro izquierdo.

—S-sí —respondí— estaba pensando en que podríamos dar un paseo por el bosque.

—¿En el bosque? ¿No sería muy peligroso?

—Solo sería en la periferia, te prometo que estarás segura si vas conmigo —sonreí, pero las cicatrices del rostro me daban un aspecto algo tétrico, lo sabía, había visto mi reflejo en el espejo muy detenidamente. A pesar de eso, sentí que su mirada era de ternura y no de desagrado.

—Bien, pero debemos regresar antes de la puesta de sol —dijo al fin—, o el Ama acabará regañándome a mí también.

Sentí que se me inflamaba el pecho con un ardor que ni el mismo sol podría simular. Me levanté de un salto y le extendí la mano para que la tomara. Ella guardó su dibujo en un sobre de cuero que luego ocultó bajo el banco de piedra.

Después me tomó de la mano y me estremecí. Tenía la piel cálida, además de manchas de grafito en los dedos y dorso de la palma. Tenía impregnado el aroma a quemazón del carbón. Ella me ejerció presión y yo quise estrecharla por completo. Claro que debí contenerme. En cambio, la solté y me aparté. Incinea me miró algo desconfiada.

Entonces, me transformé. Quizá no se lo esperaba porque casi cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió a levantarse, lo hizo con cautela. Se acercó y colocó la mano entre el hirsuto pelo gris de mi cabeza, justo entre mis ojos. Luego habló. Lo supe porque su boca se abrió y cerró varias veces, pero no supe entender lo que dijo. El lenguaje de los animales no era igual al de los humanos. Así que di unos pasos hacia adelante. Incinea quedó a la altura de mi lomo y, con un movimiento de mis negras astas, ella comprendió que debía subirse. Lo dudó apenas unos segundo, pero, finalmente, lo hizo.

La Casa del VenadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora