EL JARDÍN DE LOS ESPÍRITUS

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Los días posteriores a aquel almuerzo se sucedieron sin grandes acontecimientos. Me había propuesto a mí misma que ya nadie volvería a insultarme. Decidí que, si todos eran libres de hacer lo que quisieran, entonces yo también.

Gracias al tratamiento del Ama, mis heridas estaban cicatrizando correctamente. Aunque ya no podría presumir de una piel de seda. Por desgracia, tenía endurecidas y oscurecidas gran parte de mis manos. El dolor era más que soportable y sentí que ya era hora de salir al aire libre para explorar y, si tenía suerte, encontrar algo de inspiración.

Abrí la puerta de mi habitación de un golpe y salí al pasillo. Estaba muy entusiasmada y no reparé en todo el ruido que estaba haciendo. Por lo general, intentaba moverme como si no fuera más que un suspiro. Tenía miedo de alertar a los "vecinos" de mis movimientos.

Cuando pasé frente a la puerta de Astra, noté que bajo el umbral se proyectaba un halo de luz amarillenta. La observé apenas un segundo, cuando noté que la sombra de unas pisadas se acercaba a la entrada. El corazón se me aceleró ¿Sabía Astra que estaba del otro lado? Por un momento, ambos contuvimos el aliento. O al menos eso pensé. Me quedé todo lo quieta que pude, hasta que Astra finalmente se alejó. Entonces corrí, corrí hacia el patio. Volteé un par de veces para comprobar que nadie me seguía. Quería estar sola.

Fui a ver los jardines del palacio. Los sirvientes se ocupaban de mantener las flores siempre perfectas, con colores vibrantes y deliciosos aromas. Pero ya me había aburrido de ellas. Así que seguí caminando por un sendero de piedra hasta que ya no hubo más sendero y seguí caminando todavía más después de eso. A medida que avanzaba, las flores iban volviéndose cada vez menos atractivas y crecían desordenadamente.

Entonces encontré un portón oxidado y derruido. Parecía que habían querido arrancarlo de sus goznes. Se tambaleaba con el vaivén del viento. Apenas se sostenía en pie. La hierba del otro lado estaba descuidada, casi marchita. No había flores, solo cardos y hierbajos de campo. La brisa entraba a aquel jardín como si algo la llamara desde dentro. Algo que también me llamaba. Miré una vez más detrás de mí y luego entré. Coloqué mi cuerpo de lado para caber en el espacio que había entre el portón y la pared.

Aquel jardín no tenía flores pero, en cambio, surgían de la tierra un conjunto de estatuas de piedra centenarias. Estaban algo descascaradas y cubiertas con líquenes de un color verde muy intenso.

En un rincón algo oscuro se encontraba la estatua de un fauno de rostro sereno. Tenía los cuernos caprichosamente retorcidos hacia atrás. Sus pies estaban enraizados a un pedestal cubierto de musgo.

Avancé hacia el fauno para verlo de cerca. Caminé despacio, como si temiera perturbar su sueño. El destello en sus ojos de piedra parecía contener los restos del espíritu de aquella criatura. Un escalofrío me recorrió la espalda.

La Casa del VenadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora