LA CASA DEL VENADO

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A la mañana siguiente tuve que despedirme de mi madre en la mansión. Me abrazó, besó mis mejillas y mi frente. Me acarició el cabello y me pidió al oído, casi como si se tratara de un secreto, que no me lo cortara. El largo cabello dorado pertenecía al antiguo linaje de mi familia materna, herederos de hadas y ninfas. Claro que hacía siglos que dejaron de existir. Algunas generaciones de mujeres habían heredado dones mágicos. Con el tiempo, esos dones también se perdieron.

Un emisario se encargaría de trasladarme hasta La Casa del Venado. Así llamaban al palacio real en Lyskova. Se trataba de una estructura antigua con muros de piedra caliza. En los flancos se alzaban hacia el cielo, como centinelas, varias torres. El bosque rodeaba el castillo en todas direcciones, se extendía como un mar verde oscuro. El aire estaba impregnado de un aroma a tierra húmeda y a savia de pino. El canto de los pájaros y el susurro del viento creaban una misteriosa sinfonía natural. Sobre la torre más alta se encontraba la bandera con el escudo de la familia real: se trataba de un venado blanco con cornamenta de oro sobre un fondo verde oscuro. Parecía la combinación perfecta entre la naturaleza, la elegancia y la fuerza.

El emisario y yo tuvimos que atravesar aquel bosque a caballo ya que los caminos estrechos y pedregosos no admitían el paso de carruajes. Fue entonces cuando lo vi por primera vez. Nos detuvimos brevemente para que los caballos bebieran agua en un arroyo. Cuando, del otro lado, apareció un gigantesco venado gris con la cornamenta negra. Bebió junto a nuestros animales y luego se percató de mi presencia. Al menos yo creí que se trataba únicamente de mi presencia. Me miró tan fijo con aquellos ojos redondos y negros que casi me asfixiaron. El contacto visual me provocó un escalofrío desagradable en la espalda y se me erizó el vello de los brazos. Sentí un cosquilleo intenso en la punta de los dedos. Cuando el venado notó que yo lo saludaba levemente con la mano, huyó tan rápido como pudo sin antes dirigirme una última mirada.

─¿Qué era eso? ─pregunté sin apartar la vista del rastro que había dejado la criatura.

─Un venado ─dijo el emisario y me miró como si me creyera tonta.

─No parecía un venado común.

─Bueno, supongo que el bosque esconde cosas fuera de lo común ─respondió el hombre. Sentí que él sólo tenía la urgencia de acabar con aquel asunto.

Ni bien llegamos al portón del palacio, el emisario tomó a sus animales y se retiró. Yo me quedé allí como abandonada, con una maleta en cada mano. Esperaba que alguien saliera a recibirme, pero luego de unos minutos, llegué a la conclusión de que eso no sería así. Me acerqué a la entrada y la observé con detenimiento. Era doble hoja y de madera, no sabría decir cuál exactamente, pero tenía unos hermosos venados tallados a cada lado. Golpeé tan fuerte como pude, tanto que me lastimé los nudillos. El silencio me devolvió una respuesta desalentadora.

Entonces escuché una serie de pasos que se volvían cada vez más fuertes, luego el tintinear de unas llaves y, finalmente, el ensordecedor ruido de la puerta arrastrándose por el suelo. A penas un pequeño espacio quedó abierto y de allí se asomó la cabeza de una vieja con nariz aguileña. Me observó con la desconfianza con la que observaría a un ladrón.

─¿Quién? ─dijo por fin.

Supuse que quería saber quién era yo, lo que me resultó de lo más descabellado.

─Mi nombre es Incinea Strong, vengo desde Thalaria. Mi padre concertó mi matrimonio con el heredero de Lyskova ─por alguna razón, sentí que las mejillas me ardieron al decir aquella última frase.

La anciana mujer me miró indiscretamente de pies a cabeza. Luego refunfuñó por la nariz y cerró la puerta. En ese momento, me pregunté si la volvería a abrir. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Miré al bosque considerando la posibilidad de volver por donde había llegado. Pero entonces, la puerta volvió a abrirse, esta vez ampliamente. La anciana me hizo señas con la mano huesuda para que entrara. Apenas terminé de poner ambos pies dentro, cerró la puerta con un golpe y se dispuso a echar llave a cada una de las cerraduras. Finalmente, la mujer me tomó de la ropa y me llevó hasta una habitación.

─Entra ─dijo y entré.

─¿Podré ver al rey o a mi prometido? ─pregunté casi suplicante.

─El venado no está en su casa.

Dicho esto, la anciana me cerró la puerta en la cara. Detrás de mí había un catre que olí a humedad. La chimenea estaba recién encendida, por lo que no se había llegado a calentar el ambiente. Las piernas me temblaban del cansancio, la vista se me nublaba, las palpitaciones no cesaban. Me senté un momento para intentar recuperar la compostura. Todo me resultaba tan abrumador.

Entonces, noté la única ventana que había en el cuarto. Me asomé y contemplé el patio interior del castillo. La habitación se encontraba en un primer piso. Junto a la ventana crecía un gran árbol. Escuché el piar de las aves increíblemente cerca. Una Tacuarita Azul llegó volando y se posó junto a mí. Supuse que no estaría prestando atención a mi presencia. Así que me quedé quieta con el fin de observarla con más detenimiento. Luego podría intentar dibujarla. Quise memorizar el color de sus plumas: el celeste agrisado del lomo y el azul oscuro de su cola y antifaz. Se desplazaba mediante saltos y vuelos breves entre rama y rama. Después de un rato, la perdí de vista.

Una serie de golpes interrumpieron el silencio en el que me encontraba. Pregunté con voz firme quién venía a verme y respondió aquella voz carrasposa de la anciana de nariz aguileña.

─Soy la Ama de Llaves ─dijo ─, traigo agua y comida.

─Adelante ─ordené y me quedé de pie junto al catre, con las manos tiesas a ambos lados de mi cuerpo.

La anciana abrió la puerta ferozmente e ingresó con una bandeja de plata entre las manos huesudas. Colocó el plato con carne y papas hervidas sobre una estrecha mesa redonda. Luego entraron dos muchachas que cargaban una gigantesca cubeta de madera y la depositaron lentamente frente al hogar a leña. Una de las sirvientas salió casi corriendo para traer varios baldes con agua, mientras que la otra se quedó avivando las llamas. Al cabo de unos minutos, mientras yo comía, se habían encargado de llenar la cubeta con agua caliente.

─Desvístete y métete ─ordenó el Ama señalando la bañera con uno de sus dedos llenos de artritis.

Yo me ruboricé y miré a mi alrededor, como si no me diera cuenta de a quién se refería. Las criadas se quedaron paradas contra la pared, con las cabezas gachas y las manos sujetas por el frente. Volví a mirar a la anciana y ella me devolvió una mirada dictadora. Así que opté por quitarme la ropa, la dejé caer al suelo y la pateé lejos de mí. El Ama la levantó, la miró un momento y luego la arrojó al fuego.

─¿Hay más? ─quiso saber.

─Bajo la cama ─respondí avergonzada mientras el frío me erizaba la piel.

Ella sacó la maleta que había bajo el catre, tomó todas las prendas y las arrojó una a una al fuego. Tuve que observar cómo se consumían. Mi padre ya me había advertido que debía vestirme con lo que acostumbraban en Lyskova. Así que respiré profundo y tomé fuerzas para continuar. Me metí en la cubeta, tuve que doblar las piernas sobre mi pecho para caber. El agua estaba algo menos que caliente pero rápidamente mi cuerpo se adaptó a la temperatura. Las criadas tomaron unos paños que humedecieron y usaron para frotarme los brazos y piernas. Lavaron mi cabello, me colocaron perfume y ayudaron a vestirme. Cuando por fin estuve lista, el Ama anunció:

─Ahora conocerás a la Señora del palacio.

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