Capítulo 9

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Dashelin nunca había tenido vestidos despampanantes

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Dashelin nunca había tenido vestidos despampanantes. Toda la ropa que tenía en la cabaña estaba hecha por su madre, con telas de lino y algodón ―o lana―, con diseños y colores planos, simples.

Pero en cuanto Crowan aterrizó en un inmenso balcón de su castillo, en la ladera de una montaña alta, y se convirtió de nuevo en humano, comenzó a darle órdenes a la servidumbre para que le prepararan una habitación y una bañera para que pudiese asearse y pronto se encontró con una gran variedad de vestidos. Estaban colgados pulcramente en perchas dentro de un guardarropa que ocupaba una habitación entera, y ahora, una sirvienta le preguntaba cuál le gustaría usar esa tarde.

Dashelin no supo qué responderle.

Se quedó mirando incrédula la ropa, sin creer lo que veía.

Había todo tipo de telas: desde brillosas hasta opacas, desde delgadas hasta gruesas; algunas recubiertas por una especie de felpa, y otras, decoradas con perlas, piedras preciosas e hilo de oro.

Jamás había visto nada semejante.

Pero cuando la sirvienta escogió un vestido rosado y de diseño sencillo, tal vez dándose cuenta de que era lo que estaba acostumbrada a usar, y luego la llevó a la sala de baño, Dashelin se quedó fría.

Estaba construida del suelo al techo con piedras de obsidiana pulida y una roca de color rosado oscuro, semejante a su cabello, que parecía brillar con la luz que entraba por los enormes ventanales. Había estanterías con montones de batas y toallas, y botellas con distintas sustancias. Y en el medio, una bañera grande de mármol negro, con patas y grifería de oro, llena de agua jabonosa y caliente.

La sirvienta la ayudó a desvestirse, y entonces, la dejó sola para que se aseara.

Dashelin se quedó en el agua durante un buen rato, hasta que empezó a enfriarse, y su cabello y su piel relucían. Luego, se puso una bata y regresó a la habitación, en donde la sirvienta la esperaba para ayudarla a vestirse y peinarla.

Una vez que estuvo enfundada en el vestido, cuyo escote era modesto, y sus mangas, largas hasta las manos, la sentó frente a un tocador con espejo y comenzó a secar su cabello con una toalla y peinarlo meticulosamente.

Le hizo una trenza baja, y después sujetó los mechones delanteros con unas pequeñas pinzas que debían ser de oro.

Con los pies envueltos en unas botas de una tela suave y mullida ―según la mujer, era lana cubierta de seda―, condujo a Dashelin hasta una sala aledaña, en donde la esperaba una mesa con un plato repleto de sopa de carne y vegetales, una copa de vino, y otro plato con un postre de color blanco que no sabía qué era, pero que se veía tentador.

La sirvienta se quedó a un lado mientras ella comía y bebía, hasta que un par de golpes resonaron en la puerta.

Hasta ese momento, Dashelin había estado demasiado incrédula como para preguntarse por qué un extraño le daría tantos lujos y comodidades, pero ahora que el frío había pasado y estaba bajo la protección de un techo, con abrigo y el estómago lleno, comenzó a desconfiar.

Siete cuervos a la izquierda (Los cuervos de Gemmya, 1) (2 caps c/martes)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora