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Flashback

Cuando pienso en Kei Tsukishima, el chico de mirada seria y palabras filosas, a veces me pregunto cómo llegamos a este punto. Él siempre fue distante, siempre tan reservado, pero hubo un tiempo, cuando éramos niños, en el que me parecía posible atravesar sus muros.

Una tarde de primavera, los cerezos del parque estaban en plena floración, y el aire olía a algodón de azúcar y flores frescas. Nuestros padres habían planeado un día en el parque de diversiones algo que Kei y yo no podíamos evitar. Bueno, yo estaba emocionada; él, no tanto.

El viaje al pequeño pueblo rural había sido idea de nuestras madres, quienes siempre buscaban formas de desconectarse del bullicio de la ciudad. Alquilamos una casa sencilla pero acogedora, rodeada de árboles y campos abiertos. Por dentro, la madera crujía con cada paso, y las ventanas dejaban entrar el olor de la tierra húmeda y el canto de los grillos.

—No entiendo por qué vinimos —gruñó Kei, cruzando los brazos mientras caminábamos detrás de nuestros padres.

Yo, con mi típico entusiasmo infantil, lo ignoré.

—¡Porque es divertido! —respondí, tomando su mano para arrastrarlo hacia la entrada del parque— ¡Mira ese carrusel, Kei!

Él resopló, tratando de soltar su mano, pero no lo conseguía.

—No me gusta que me toquen, Aizawa.

—Pues acostúmbrate —contesté, sacándole la lengua antes de soltarlo— ¡No puedes ser tan aburrido!

Él no respondió, pero tampoco se quejó demasiado. Por alguna razón, siempre terminaba tolerando mis excentricidades.

Pasamos las primeras horas montando las atracciones más tranquilas, ya que Kei no era exactamente fanático de las emociones fuertes. Aunque a regañadientes, me seguía a los juegos mecánicos, los puestos de juegos y hasta la rueda de la fortuna.

—No entiendo por qué me obligan a hacer esto —murmuró mientras yo saltaba de un lado a otro buscando la siguiente atracción.

—¡Porque necesitas vivir, Kei! ¡Deja de ser tan aburrido! —grité mientras corría hacia una estructura enorme que parecía un castillo inflable lleno de túneles y toboganes.

Me metí al castillo sin pensarlo dos veces, perdiéndome entre las risas de otros niños. Kei, en cambio, se quedó parado al lado, observándome con las manos en los bolsillos.

—¡Vamos, Kei! ¡Métete también! —lo llamé desde la cima de uno de los toboganes.

—No quiero —contestó, negando con la cabeza.

—¡Cobarde! —le grité mientras deslizaba por el tobogán.

Fue entonces cuando ocurrió. Mi pie quedó atrapado en el borde del tobogán, y antes de darme cuenta, estaba rodando por el suelo hasta caer de rodillas sobre el pavimento.

El dolor fue instantáneo. Mi rodilla estaba raspada y sangraba, y las lágrimas comenzaron a salir antes de que pudiera detenerlas.

—¡Kei! —grité entre sollozos, como si él tuviera la solución mágica para todo.

Él parpadeó, sorprendido al principio, pero luego se acercó a grandes zancadas.

—¿Qué hiciste ahora? —preguntó, arrodillándose frente a mí para ver la herida.

—Me duele... —lloriqueé, tratando de limpiarme las lágrimas con la manga.

—Deja de llorar. Es solo un rasguño.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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