Capítulo 11

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Entonces volvemos a esto


El viento cortaba el aire en ráfagas frías mientras atravesaba el campus del instituto. La mañana estaba envuelta en un velo de nubes grises y el frío se aferraba a cada centímetro de mi piel. Pero lo ignoré, como ignoraba el bullicio de los estudiantes que cruzaban a mi lado, con risas, conversaciones y rostros que se difuminaban en una masa sin identidad. Mis audífonos me mantenían en un mundo propio, alejada de todo ese ruido, envolviendo mis pensamientos en una melodía suave de una canción indie que apenas podía escuchar.

Mis ojos, sin embargo, estaban clavados en el edificio que se alzaba frente a mí. La fachada antigua y mohosa era familiar, casi como una vieja amiga que vi cientos de veces, pero siempre encontraba algo nuevo en ella cuando me quedaba observándola. Quizá era la forma en que las sombras se filtraban por las ventanas o cómo el ladrillo húmedo parecía brillar, algunos días, bajo la luz tenue de la mañana.

Todo se sentía terriblemente común, y al mismo tiempo, mortífero en su normalidad. ¿Cuántas veces estuve aquí, observando el mismo edificio sin prestar realmente atención? Eran tantas, que las imágenes se mezclaban en mi memoria como si fueran una sola.

Antes solía disfrutar de este lugar. Venir a clases, sentarme en mi pupitre, tomar apuntes mientras los profesores impartían sus lecciones, todo era tan rutinario que encontraba un refugio en ello. No había nada más en qué pensar, ninguna preocupación más allá de la siguiente clase o de qué tema discutiría en la hora del almuerzo con Alex o Margaret. Ellos eran mi pequeño mundo, mis compañeros de batalla contra la soledad. Pero eso fue antes.

Antes de que Will muriera.

Y antes de que Alex también lo hiciera.

Después de que Will desapareció, el instituto dejó de ser un refugio para convertirse en una trampa silenciosa. Incluso ahora, con el misterio resuelto, cada rincón parecía esconder un secreto, una sombra que me observaba desde las esquinas. Cuando estaba dentro, sentía que las paredes se cerraban lentamente a mi alrededor, y cada sonido, cada susurro, resonaba más fuerte de lo que debía.

Las risas de los estudiantes en el pasillo ya no eran alegres, sino un eco distante que me incomodaba. Había algo profundamente erróneo en todo esto. Y lo peor era que no podía señalar exactamente qué.



Mis ojos se deslizaron hacia la entrada principal del instituto, y ahí estaba la directora Clarice, de pie junto al umbral como una estatua viva, con sus manos cruzadas frente a ella. Su postura era impecable, rígida, como si cada músculo estuviera perfectamente entrenado para mantener la compostura.

Su mirada estaba fija en mí.

No era la primera vez que la encontraba observándome, pero esta vez sentí cómo la incomodidad se deslizaba lentamente por mi espalda.

El frío de la mañana no tenía nada que ver con el escalofrío que sentí cuando nuestras miradas se encontraron. Clarice no apartó los ojos, no vaciló ni por un segundo. Era como si me hubiera estado esperando, vigilando cada uno de mis movimientos desde el momento en que puse un pie en el campus.

Y luego, sonrió. Fue una sonrisa lenta, calculada, y demasiado... contenta para mi gusto.

Algo en esa expresión me hizo bajar la mirada rápidamente, como si el solo hecho de sostener su mirada fuera una transgresión. Tragué en seco y aparté la vista, intentando concentrarme en cualquier otra cosa, pero la incomodidad ya se había instalado en mi pecho.

¿QUIÉN NOS ACECHA?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora