CAPITULO 10

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—Tú —le empujó cuando cruza la puerta de la habitación que estamos obligados a compartir— ¡sinvergüenza! —le vuelvo a empujar— ¡Capullo! ¡Te odio, te odio, te odio!

—¿Quieres parar? —me agarra de las muñecas e impide que siga agrediéndole—. ¡¿Te has vuelto loca?!

—Hijo de p...

—Más vale que no termines esa frase —se pone serio y me suelta—. No voy a permitir que te metas con mi madre —da un paso hacia mí—. ¿Entendido? —me agarra de la barbilla y me la levanta para que le mire a los ojos, que son de un color gris cielo—. ¿Entendido?

—Sí —me suelto—. ¿Viste lo que armaste? —no voy a consentir que encima quede como el bueno—. Ves esa cama —se la señalo—. Es mía, ¿entendido?

—No —me ignora y camina hacia el baño—. Si quieres, duermes en el sofá —añade sin mirarme—. No pienso fastidiarme la espalda.

—¡Mira! —corro, pero se mete en el baño y cierra con llave—. ¡Capullo!

Escucho cómo cae el agua y, enfadada, comienzo a colocar mis cosas en el armario. Voy a invadir su espacio, intentaré que se vaya y me deje sola. Sería tan feliz.

El grifo se corta y me pongo en alerta porque en breve saldrá. La puerta se abre, pero no me giro, sigo colocando la ropa en el armario, aún molesta.

—La cama es mía —repito.

—No —me giro y me lo encuentro solo con una toalla, rebuscando en sus maletas.

—Tú la has liado y tú te quedas en el sofá.

—Mido casi uno noventa, némesis —indica como si fuera tonta—. Tú estarás más cómoda.

—Lo hubieras pensado antes de mentir —me doy la vuelta porque si sigo mirándole, me quedaré hipnotizada con esa espalda.

—Lo que tú digas —encima me trata como si fuera una niña —Cuando termines, coloca mi ropa, amor —se burla.

Le fulmino con la mirada, pero consigo que suelte una carcajada. Tira la toalla y rápidamente dejo de mirarle, capullo. Su risa se hace más ruidosa y le odio, le odio con todas mis fuerzas.

—Ya puedes mirar, estoy vestido —no me giro y cojo unas mallas cortas y un top.

—¿Vas al gimnasio? —se coloca detrás de mí y mete varias camisas en el armario para que no se arruguen.

—No me hables —se ríe.

¿Por qué se ríe?

Cuando estoy borde y enfadada, él está simpático, y eso me cabrea porque nunca está simpático.

Cojo la ropa y me meto en el baño para no desnudarme delante de él. El exhibicionista es él, no yo.

Me visto rápido y me hago una coleta antes de salir. Me lo encuentro con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta básica de color verde. Qué bien le sienta ese color. Está ajustándose los cordones de las zapatillas y levanta los ojos para mirarme.

Cojo la chaqueta y salgo de la habitación antes que él. Esa conversación no ha terminado; pienso cantarle las cuarenta.

Llego a recepción y me encuentro al equipo esperando en grupos. Todos llevan chándal y no me equivoqué; le coloco en una esquina hasta que aparece el señor Rodríguez y nos explica que jugaremos a la búsqueda del tesoro. Ha escondido una tarjeta en el bosque, que está a diez minutos del hotel, y formaremos equipos de dos.

Quien la encuentre tendrá un privilegio, y pienso encontrarla yo porque quiero mi privilegio.

—De la Vega —me llama—te pondré con tu pareja.

Todos los te quiero que odié decir. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora