El aire en la habitación era denso, cargado de una tensión que no parecía ceder. Camila estaba ahí, aparentemente dormida, pero algo en mí me decía que no era tan simple. No con ella. Sabía que estaba intentando algo, quizás fingiendo, esperando que yo cometiera un error. Siempre lo hacía.
Me acerqué a ella, mis pasos resonando suavemente en el suelo de cemento. Mi control sobre la situación era absoluto. Lo había sido desde el momento en que la descubrí, desde que la atrapé en mi red. Pero entonces, ¿por qué sentía esta punzada de incertidumbre? Tal vez era la misma razón por la que no podía apartar los ojos de ella.
—Sigues jugando a estar dormida, Camila, ¿eh? —murmuré, inclinándome lo suficiente para que mi aliento rozara su cuello.
No hubo respuesta, ni el más mínimo movimiento. Pero conocía demasiado bien a las personas para creer en esa inmovilidad absoluta. Había algo en la forma en que su pecho subía y bajaba que me hizo dudar. El ritmo era demasiado regular.
Caminé alrededor de ella lentamente, dejando que cada paso resonara, marcando mi presencia. Podía oler su miedo, aunque intentara ocultarlo tras esa fachada fría y calculadora.
—Sabes que tarde o temprano tendrás que despertar, ¿verdad? —seguí hablando, mi voz calmada, casi en un susurro—. No puedes seguir fingiendo para siempre. Todo tiene su límite. Incluso tú.
Mis ojos recorrieron su cuerpo, su rostro inmutable. Apreté los dientes. Era increíble cómo podía intentar manipular incluso en la posición en la que estaba. Casi lo admiraba. Casi.
Me incliné más cerca de ella, tan cerca que podía sentir el calor de su piel, tan cerca que, por un segundo, casi me dejé llevar por la ira.
—Sabía que te encontraría —susurré, mis palabras como un veneno en el aire—. Nadie escapa de mí, Camila. Nadie.
Mi mano rozó su mandíbula, y aunque no hubo respuesta visible, su cuerpo se tensó lo suficiente como para confirmarme que estaba despierta. Lo sabía.
—Podríamos haber terminado con esto mucho antes —continué—. Pero tú no sabes cuándo rendirte, ¿verdad? Siempre intentando tener el control, siempre pensando que puedes salirte con la tuya.
Levanté su barbilla con mi mano, obligándola a mantener la cabeza erguida, aunque su respiración seguía siendo tan controlada que casi parecía inhumana.
—Dime lo que sabes de Diego —le ordené, esta vez con una voz más cortante, mi paciencia empezando a agotarse—. No estoy jugando.
Finalmente, su respiración se alteró por una fracción de segundo. Un suspiro, quizás. Ahí estaba. Una grieta.
—Sigues pensando que tienes tiempo, ¿no es así? —pregunté, enderezándome—. Pero ya se te acabó.
Me alejé unos pasos, dejándola respirar el aire tenso y pesado de la habitación. Quería que sintiera el peso de lo que estaba por venir.
—¿Sabes cuál es tu problema, Camila? —le dije, volviendo a acercarme a ella—. Piensas que puedes controlarlo todo. A los hombres, a tus aliados... incluso a mí.
Me incliné hacia ella nuevamente, hablando con suavidad pero con una amenaza implícita en cada palabra.
—Pero en este juego, siempre he sido yo quien tiene la ventaja. Siempre.
Su cabeza se inclinó un poco hacia un lado, como si estuviera escuchando, pero no hubo palabras, no hubo respuesta. Eso era lo que más me irritaba. Su capacidad para aguantar, para seguir el juego sin ceder un solo paso.
—Tienes un límite, Camila, como todos los demás —continué, observando cada pequeño movimiento en su rostro, cada ligera contracción de sus músculos—. Y cuando lo alcances, lo sabré. Entonces, será demasiado tarde para ti.
Me levanté, observándola con detenimiento por un largo rato. Había algo diferente en ella, algo que la hacía distinta a los demás. No era solo su capacidad para fingir. Era algo más profundo. Un poder que no había anticipado, y eso era lo que más me irritaba.
—¿No vas a decir nada? —pregunté, con una mezcla de frustración y desafío.
El silencio que le siguió fue tan denso como el aire en la habitación. Entonces, después de un largo minuto, me di la vuelta para salir de la habitación, pero justo antes de que cerrara la puerta detrás de mí, escuché su voz. Débil, pero clara.
—No te daré lo que quieres, Leonardo. Nunca.
Me detuve en seco, sin girarme, pero sus palabras resonaron en mi cabeza. Era un desafío. Una promesa. Y si había algo que sabía con certeza, era que los desafíos no se quedan sin respuesta.
—Eso ya lo veremos, Camila —dije finalmente, antes de cerrar la puerta tras de mí.
El juego estaba lejos de terminar.
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Mi Profesor Es Un Mafioso
RomanceCamila Fernández Valdés, una estudiante aparentemente reservada e inteligente, entra a la universidad con una fachada cuidadosamente construida: la de una joven huérfana de 18 años que solo busca un futuro mejor. Pero la verdad es mucho más oscura...