El silencio que siguió a las palabras de Camila era casi insoportable. "Diego vendrá por mí." Esas palabras me quemaban más de lo que debería admitir. Diego. Siempre él. La amenaza invisible que ella seguía usando como escudo, como si realmente creyera que eso la salvaría.
Me acerqué un paso más, mis ojos fijos en los suyos. Sabía que Camila era fuerte, mucho más de lo que había anticipado. Incluso estando atada a esa silla, maltratada, herida y agotada, seguía desafiante. Eso era lo que más me irritaba. Ella no tenía derecho a mantener ese poder, no aquí. No en mi terreno.
—Crees que Diego va a llegar a tiempo, ¿verdad? —mi voz era baja, cargada de una furia que apenas contenía—. Crees que él va a salvarte.
Camila no dijo nada, pero su mirada no flaqueó. Esa maldita mirada de desafío seguía ahí, burlándose de mí, como si supiera algo que yo no. Maldita sea.
Por un instante, la sensación de perder el control comenzó a apoderarse de mí. Esa era la verdadera lucha. Camila no solo había sido enviada para espiarme, para infiltrarse en mi vida, sino que de alguna manera, me había hecho perder el control de la situación. Y yo odiaba eso. Odiaba lo que estaba ocurriendo dentro de mí. Lo que ella estaba provocando.
La tensión en la habitación era asfixiante. Me incliné más cerca de ella, casi sin darme cuenta de que mi respiración se aceleraba. Podía sentir su calor, y aunque su cuerpo estaba atrapado, ella no parecía sentir miedo. Eso era lo que más me desconcertaba.
—No deberías provocarme más, Camila —le dije con una frialdad que no coincidía con el tumulto que estaba ocurriendo en mi interior—. No sabes lo que soy capaz de hacer.
—Oh, claro que lo sé, Leonardo —murmuró ella, su voz tranquila, pero cargada de veneno—. Y es por eso que no te temo. Porque todo lo que crees que tienes sobre mí, es solo una ilusión.
Esas palabras. Ese tono. Eso fue lo que rompió el equilibrio.
Antes de que pudiera controlarme, antes de que pudiera detenerme a pensar en lo que estaba haciendo, mis labios ya estaban sobre los suyos. El beso fue rápido, lleno de rabia y desesperación, como si en ese momento lo único que importara fuera hacerla callar, apagar ese fuego de desafío que ardía en sus ojos.
No fue un beso de deseo. No fue un beso de victoria. Fue un beso de control perdido, de algo que yo mismo no quería admitir. La odiaba en ese momento. Odiaba lo que estaba provocando en mí.
Camila se tensó al principio, pero no se apartó. No tenía opción, claro, estaba atada, pero también sentí que había algo más. Algo en la forma en que sus labios respondieron, no con pasión, sino con el mismo desafío que había estado mostrando todo este tiempo. Ella no se rendía.
Me separé de golpe, mi respiración pesada, y la miré a los ojos. Sus labios estaban ligeramente hinchados por el beso, y aunque su cuerpo seguía amarrado a la silla, su mirada era más fuerte que nunca.
—No puedes controlarme, Leonardo —murmuró, con esa maldita sonrisa burlona en su rostro—. Ni siquiera puedes controlarte a ti mismo.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. ¿Había perdido el control? No, no podía ser. Yo era el Diablo. Yo era quien dictaba las reglas de este juego, no ella. Y sin embargo, en ese momento, no pude evitar sentir que algo se había resquebrajado.
Me aparté de ella, mis puños apretados con tanta fuerza que podía sentir el dolor recorrer mis nudillos. No podía mostrarle debilidad. No a ella.
—Esto no cambia nada —gruñí, sin atreverme a mirarla a los ojos de nuevo—. Estás a mi merced, y lo sabes.
Camila soltó una pequeña risa, tan suave que casi parecía una burla más.
—A tu merced, dices... —susurró, inclinándose ligeramente hacia adelante, dentro de los límites de su confinamiento—. No lo parece, Leonardo. Yo estoy atada a esta silla, pero parece que soy yo la que tiene el control sobre ti.
El calor subió por mi garganta, la ira mezclada con algo más que no quería nombrar. No podía permitir que ella creyera eso. No podía permitir que ella tuviera razón.
—No juegues conmigo, Camila —advertí, mi voz más baja de lo que había pretendido—. No sabes lo que soy capaz de hacer cuando me empujan al límite.
Ella me miró, sus ojos fijos en los míos, sin mostrar ni una pizca de miedo.
—Eso es lo que te hace débil, Leonardo —dijo, sus palabras cortantes—. Crees que el control es absoluto, pero no lo es. No aquí. No entre nosotros.
Di un paso atrás, respirando hondo para recuperar el control que había perdido, o que ella me había quitado. No podía dejar que esto continuara.
—Hablarás, Camila —dije con una voz llena de promesas oscuras—. Te aseguro que hablarás.
Pero mientras salía de la habitación, dejando que el silencio se asentara entre nosotros, no pude evitar sentir que algo había cambiado. La partida estaba lejos de terminar, pero ahora no estaba tan seguro de quién tenía realmente el control.
ESTÁS LEYENDO
Mi Profesor Es Un Mafioso
RomansCamila Fernández Valdés, una estudiante aparentemente reservada e inteligente, entra a la universidad con una fachada cuidadosamente construida: la de una joven huérfana de 18 años que solo busca un futuro mejor. Pero la verdad es mucho más oscura...