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Joaquín.

—Mami —dijo el chico que se acercaba lentamente a la cama donde yacía su madre—. Ya me voy.

La mujer que apenas podía levantar la mano para persignar a su hijo menor no tenía fuerzas para sentarse y hacerlo de la forma debida, pues el virus de inmunodeficiencia humana le estaba cobrando factura, a tal punto de tener los huesos pegados a la piel.

—Cuídate mijo —dijo con una voz apenas perceptible— que dios te bendiga.

El muchacho salió de la ambigua habitación, seguido de la humilde casa con dos habitaciones, cerrando la pequeña entrada de alambre con un pedazo de madera gruesa antes de emprender el camino al bachillerato cuesta abajo.

Vivir en la peligrosa colonia Telometo tenía sus ventajas y desventajas. Si los asaltantes reconocían a algún vecino, corría el riesgo de salir impune. El problema llegaba cuando cruzaba con la colonia vecina. Por el contrario, cuando se cruzaba por las faltosas calles de Porelano, dichos habitantes buscaban hacerles daño por el hecho de ser enemigos. No importaba la persona que fuera, todo el que fuera a la colonia que no le pertenecía acababa sin sus pertenencias y, en el peor de los casos, en la plana de los periódicos por homicidio.

Ya que Joaquín Carrasco era pacifista, no tenía interés en formar parte de alguna pandilla perteneciente a la zona de casas pegadas, a tal punto de estar faltas de patio. Era alguien que prefería vivir su vida en el anonimato, aunque pendiente a los problemas relevantes que sucedían en las calles como medio de aplacar el ocio.

Podía ser alguien de bajos recursos, los cuales le impedían desayunar antes de ir a la escuela, pero como su madre conocía los peligros de la zona sur, le daba el dinero suficiente para tomar el colectivo e ir a la escuela, que llegó cinco minutos después de haber esperado en la parada.

Las ambiciones eran imposibles de concebir en alguien como Joaquín, un chico sin motivación por la vida. Sin atisbos de tener una mejor vida. Inútil para el arduo trabajo, antisocial, calificaciones con un promedio debajo de lo normal, que apenas le ayudaban a salvar las materias. Era como otro joven promedio de la zona sur, la residencia de las personas prominentes de LATAM. Nada lo hacía diferente al resto.

Cada día era lo mismo, sin importar el clima, Un ejemplo era el ir sentado sobre la ventanilla, perdido en la nada, ignorando el hermoso amanecer de cielo azul y nubes rojizas que recibían al sol. Hacía de vista ciega, hasta llegar a cierto punto, una parada antes de llegar a la preparatoria. Mismo lugar donde todas las mañanas acudía sin falta. Era ahí, donde se recalcaba su similitud con todo lo malo que podía tener América Latina, puesto que, como cualquier adicto, hacía lo que fuera para tener la mente desenfocada en la realidad.

La primera vez que Joaquín tuvo un miembro abriéndole el recto, fue como si recibiera una apuñalada con algo sin punta, junto a unas enormes ganas de defecar. Una experiencia que en su momento juró no volver a intentar, pero la necesidad de doparse eran más fuertes que su dignidad como hombre. Y con el pasar del tiempo, ese dolor y sensación de culpa se esfumaron para agarrarle el gusto a eso de ser embestido por el hombre de tercera edad que le proporcionaba los alucinógenos que recibía a cambio de estar acostado y con la retaguardia al aire. Total, que desde hace dos meses —cuando cumplió la mayoría de edad— llegaba a la casa del vendedor, la vergüenza se había perdido.

—¿Ya te vas? —preguntó el hombre no mayor a los setenta años, recargado sobre la pared junto a la puerta del baño, encendiendo un cigarro de cannabis.

—Voy —contestó Joaquín, terminando de asearse.

—¿Ya comiste? —preguntó el vendedor—. Vamos por arepas.

El arte de ser y no serDonde viven las historias. Descúbrelo ahora